jueves, 25 de diciembre de 2008

Libro recomendado: El hacedor de estrellas

Como Navidad es otro de esos momentos que la gente suele aprovechar para leer o regalar libros, aquí reseño un libro singular como pocos en la ciencia ficción. Se trata de un libro extraño, alucinante, místico, excesivo para algunos pero sorprendente para muchos, entre los que me incluyo.
Esta reseña la escribí para Ociojoven:
http://www.ociojoven.com/article/articleview/996522/El%20hacedor%20de%20estrellas


EL HACEDOR DE ESTRELLAS


Título: El hacedor de estrellas
Autor: Olaf Stapledon
Género: Ciencia ficción, novela
Valoración: 9,0/10

El hilo narrativo es mínimo: en una noche estrellada el protagonista realiza el más extraño de los viajes astrales para descubrir los misterios del universo, desde su principio hasta el final. Stapledon se propone responder a esas preguntas que todos los que hemos sentido alguna vez el vértigo del infinito nos hemos hecho y construye una cosmogonía alucinante, una historia del Universo desde su principio hasta su final. Las civilizaciones extraterrestres son un prodigio de creatividad y, a pesar de las enormes diferencias, descubrimos que sus preocupaciones son comunes: el conflicto entre el grupo y el individuo, entre lo cotidiano y lo místico, entre la riqueza de la variedad y el miedo a la diferencia... Por contradictorio que parezca, es una novela en la que su contexto histórico fue decisivo (la Europa de preguerras de la tensión entre comunistas, fascistas y liberales) pero es intemporal como pocas.

Como es fácil deducir -y como advierte Borges en el prólogo-, Stapledon tenía una vasta cultura filosófica y unas grandes inquietudes místicas. Al final el interrogante último es el lugar y la naturaleza de Dios en un Universo aleatorio donde las leyes naturales son implacables, dominado por la angustia de miles de especies inteligentes.
Claro que, todo hay que decirlo, la mística singularidad del libro es tanto su virtud como su mayor inconveniente. A muchos lectores resultará demasiado extraño e incluso cargante tanta filosofía para tan poca trama. Lo que para unos es un derroche de imaginación pocas veces vista para otros resultará un exceso...

Pero si tú, lector, eres un soñador como yo y sientes el mismo vértigo ante el infinito, si no puedes dejar tampoco de preguntarte quiénes somos y adónde vamos, si sientes esa mística inquietud que muchos no comprenden... entonces quizás sea éste tu libro.

Autor
Inglaterra (1886-1950). Tras pasar unos años en Egipto por negocios familiares, se educó en Oxford, licenciándose en Historia Moderna en 1909 y obteniendo un master en 1913. En 1925 se doctoró en Filosofía en la Universidad de Liverpool, donde ejerció de profesor. Trabajó por la paz y contra el apartheid, participando en diversos foros.

Sus obras abarcan campos como la filosofía, ciencias sociales y poesía, si bien es conocido por la ciencia ficción. Se caracterizan por su contenido altamente filosófico y poco técnico.

martes, 2 de diciembre de 2008

Sangre, sudor y pólvora I

Si hay un género literario que me atraiga tanto como la ciencia ficción ése es el histórico. Aprovecho para empezar otra saga ambientada en el siglo de oro para las armas españolas. Me gustaría que fuese una saga bastante abierta en cuanto a argumento y si no es muy ordenada en cuanto a cronología espero haber conseguido la ambientación.

"Donde comienzan las andanzas del hidalgo Gonzalo Villanueva y se refieren los motivos que llevaron a nuestro protagonista al noble oficio de las armas."


SANGRE, SUDOR Y PÓLVORA

I

EL BUEN ACERO TOLEDANO




He oído a menudo decir –y acaso tengan razón- que solamente las gentes ilustradas y de talento debieran escribir los libros; que las plumas no hubieran de estar sino entre aquellos dedos que las esgriman como pinceles, con hermosa y cuidada caligrafía, y no en manos torpes como las mías, más hechas a propósito para empuñar un buen acero.


siglo de oro, aventuras, alatriste, relato

Por ello ruego a vuesas mercedes que tengan a bien leer lo que este viejo y humilde soldado español tiene que decirles y que con igual benevolencia disculpen a quien prefirió hasta ahora el arcabuz a la pluma. Acaso siguiera siendo de este modo si su cuerpo no se hubiera consumido por demasiado tiempo ya en los campos de batalla, resultando que en su vejez prefiere el retiro y el descanso que considero sobradamente merecidos por tantos años de servicio a dos grandes reyes. Confío, pues, en que lean lo que tengo que decirles, porque lo que me falta en educación procuraré compensarlo a vuesas mercedes en experiencias. No pudiera ser de otra manera después de haber servido al más grande soberano del Orbe por las tierras de Europa y África y más tarde a su hijo el príncipe Felipe, que es ahora Rey Nuestro y quiera Dios que siga siéndolo por muchos años.


Les narraré las desventuras de la guerra y la vida de un soldado tal cuál es, según las muchas y singulares experiencias que guardo en mi endurecida sesera, y, al tiempo que les maravillen, espero que les sirvan también de algún provecho, porque en todo ello pueden sacarse grandes enseñanzas morales. Al menos según mi modesto entender.


Tercero entre mis hermanos, fui último a la hora de repartir los bienes de la herencia. Las tierras correspondieron a mi hermano Juan y para mí no quedó sino la bendición de nuestro padre en su lecho de muerte y dos bolsas de ducados. Mas no me importó, pues recibí la mejor de las herencias: la hidalguía y el sentido de la reputación y de la honra. Cristianos viejos desde siempre, en mi familia nunca hubo narices retorcidas ni rostros cetrinos. Los Villanueva éramos buenos católicos y castellanos hidalgos, de tan noble estirpe que bien quisieran tenerla para sí muchos de esos nuevos aristócratas que pretenden comprar la nobleza con oro. La hacienda de la familia no era mucha pero se ganó sirviendo con lealtad al rey Alfonso VI de Castilla, aquel gran soberano que arrancó Toledo a los moros para la cristiandad, y desde entonces los Villanueva habitaron esta augusta ciudad, acaso la más noble de Castilla y de España, muy por encima de este Madrid al que Su Católica Majestad el rey Felipe ha querido hacer capital, y aunque yo no quisiera discutir el buen entendimiento de tan prudente rey, creo que no será capital por mucho tiempo, pues Madrid nunca tendrá la digna nobleza de la que fuera capital del reino godo, ya sea con Corte o sin ella.


Bien sé que a mi padre le hubiera dado mucho gusto tener un sacerdote en la familia, pero no pudo ser como él quiso. De siempre fui un muchacho muy duro de mollera para los latinajos, y las sutilezas teológicas resultaban harto complicadas para este servidor, que no podía entender como tres pueden ser uno y uno puede ser tres. Los misterios del Señor no fueron hechos para ser comprendidos por las inteligencias sencillas.


Lo que es aún peor: desde muy joven sentí una irresistible atracción por el bello sexo, atracción que no siempre me llevó por el buen camino. Creo poder afirmar que nunca fui débil ni blando, pero reconozco que el celibato no estaba hecho a mi natura, aunque no por esto he dejado de ser buen católico como deben serlo los españoles.


No había lugar en el seminario para mí y tampoco lo había en la universidad, así que resolví emprender la carrera de las armas, que es muy noble y la que mejor se adaptaba a mi carácter y forma de ser. Que si no defendí la fe de Cristo desde el púlpito, la defendí en la primera línea de batalla con espada en la mano, arcabuz en el hombro y el crucifijo de oro en el cuello. Treinta años serví a España, a Dios y a los dos más grandes reyes de la cristiandad, y con esto creo haber cumplido bien con mi obligación de católico. Pienso que en estos tiempos aciagos, en los que el turco pretende enseñorearse del Mediterráneo y el hereje se cree con derecho a hacer mofa y escarnio de las Sagradas Escrituras para defender lo indefendible, bien necesita Dios de quienes defiendan la fe católica y natural con su arrojo y entrega.


Aun siendo ciertas estas razones, justo es reconocer que otros motivos hubo que también me atrajeron hasta el duro oficio de la guerra. Desde luego nada tuvieron que ver las pagas en ello, que si bien es cosa justa y necesaria que un soldado reciba con qué mantenerse, éste no puede ser su único afán. Un soldado español es ante todo el servidor de su rey, no un mezquino mercenario como esos alemanes y suizos, que miden su fidelidad según el sonido de los escudos en su bolsa.


Es que muy a disgusto me imaginaba yo con una oscura sotana, viéndome mucho más de mi agrado con un reluciente casco, coleto de cuero (1), coloridos greguescos (2) y un acero colgando del cinturón de hebilla dorada. De tal guisa me gustaba imaginar viéndome observado por las damas, dedicándome alguna mirada perdida y acaso hasta algún dulce suspiro mientras yo me cruzara galante entre ellas y descubriéndome tal como deben hacer los caballeros…


Así pues, sin cavilarlo demasiado, me personé en el edificio en que se había acomodado el capitán encargado del reclutamiento en Toledo. Con un pálpito en el corazón, me acerqué a aquella casa sobre cuya puerta colgaba el tambor del reclutamiento, pesaroso por la muerte de mi padre pocos días antes pero feliz y ansioso de servir pronto al rey.


siglo de oro, aventuras, alatriste, relato

Siempre he aborrecido las argucias que son tan frecuentes en los reclutamientos para defraudar al rey por unos miserables escudos. Que sepa el lector que muchos capitanes se han enriquecido con esta treta tan lamentable, quedándose para sí parte de lo que debieran emplear en contratar hombres. Tampoco son raros los aguzados reclutas que reciben el anticipo y se largan luego, sin dar cuenta a nadie, a pesar de que la justicia les da luego persecución.


Nada de esto ocurrió en mi inscripción, y sin embargo yo no había cumplido aún los veinte años necesarios para alistarse. Fue un pequeño engaño y puedo decir que no ha habido más. En el tono más firme que pude, ocultando la emoción, dije mi nombre al capitán y apenas podía creerme yo que así me llamara viéndolo apuntar al escribano en la lista. Me sonreí creyéndome el joven más dichoso del mundo, sin poder imaginar cuántos sufrimientos me esperaban… ¿Qué podía saber yo de los largos asedios, de las extenuantes marchas, de la violencia y del fuego en la batalla? ¿Qué podía saber yo de la muerte que puede llegar en cualquier momento al soldado y de su desesperación en no pocas ocasiones?


Y sin embargo sé que, si ahora me fuera dado a elegir desandar lo andado, no sería capaz de hacerlo. Porque entiendo que el hombre es como el hierro en una fragua, que, sacado de las llamas y golpeado contra el yunque una y otra vez, se endurece y adquiere templanza y resistencia. Honra, dignidad y acatamiento, esto es lo que significa ser español, católico y soldado.


Porque los jóvenes han de ser optimistas, hasta el exceso si me apuran, que los años vividos les darán la experiencia y los templará como el buen hierro. Pero esto no puede ocurrir sin ese empuje inicial y entusiasta de la juventud que anima a luchar.


Guardaba yo muchas ilusiones. Tales como viajar, conocer a otras naciones y sus gentes. ¡Yo, que nunca había salido de la ciudad de Toledo y de sus alrededores! No podía imaginarme hasta qué destinos viajaría en adelante, que mis pasos me llevarían hasta la rica Flandes o a las costas de la Berberia. Pero ningún otro viaje puedo recordar con más cariño que el primero, aquel en el que me llevó primero hasta Cartagena, abandonando las llanuras de Castilla, y luego hasta el Reino de Nápoles.


Me acompañaba el bueno de Agustín, hombre sencillo de poca mollera pero leal como el que más, buen servidor de mi padre y después mío. Nadie me ha servido con tanta fidelidad como él, siempre diligente para llevar mis armas y mis pertrechos y servirme en lo necesario. Dios tenga en su gloria a ese hombre bueno y sencillo.


La espada la portaba yo con mucho orgullo, un auténtico acero toledano de rica empuñadura que tuve por mucho tiempo como mi más preciosa propiedad. De todos es sabido que no se hacen mejores aceros en el mundo que los forjados en las fraguas de Toledo. Son espadas ligeras y flexibles como juncos y al mismo tiempo tan afiladas como los dientes del diablo; también son las más bellas y su brillo es distinto a las demás. El simple hecho de cogerlas por la empuñadura devuelve la seguridad a su dueño. La recibí por sorpresa de mi bienamado padre y en ese momento comprendí que me perdonaba por abandonar la carrera del sacerdocio, dejándome caer al momento, todo emocionado, a sus pies para besarle la mano y pedir su bendición, tan necesaria para mí para marchar a la guerra como las mismas armas. Emocionado, le prometí que Gonzalo Villanueva defendería la fe y pondría en muy alto el honor de su apellido y de su país.


Además de la espada, mi padre me proporcionó los demás pertrechos necesarios, pues normalmente cada soldado ha de proporcionarse sus armas, prendas y otros suministros, o bien dar parte de su paga por ellos. De esta guisa salí de Toledo con el resto de los reclutas, con casco, golera (4) y coleto, espada y pistola al cinto, arcabuz colgando de la bandolera, jubón, calzas y mocasines, tan ufano de mí como si fuera un príncipe que acude a su coronación



Cartagena, España.

siglo de oro, aventuras, alatriste, relato

Claro que había aprendido algo de geografía y que conocía la enormidad de los océanos, que separan unos continentes de los otros, pero no era lo mismo saberlo que comprobarlo con mis propios ojos. Jamás hubiera podido imaginar algo tan enorme bajo el cielo y de igual color, por mucho que supiera que allí iban a parar todos los ríos del mundo. No habiendo visto más navíos que los pequeños botes en el río Tajo, me sentí confuso entre aquel bosque de altos mástiles y velas blancas en el puerto de Cartagena. ¿Y realmente podía el hombre subirse en esas gigantescas naves y llegar con ellas hasta las Indias, allende los mares?


Sudaría por la angustia y la ansiedad en muchas ocasiones en mi larga vida de militar, pero confieso que ningún lance fue como el de mi primer viaje por ultramar. No podía dejar de pensar que nuestra nave naufragaría, que era mucha la osadía del hijo de Adán pretender atravesar el océano sobre una carcasa de madera que había construido con sus humildes manos. Pensaba yo en que acabaríamos hundiéndonos sin remedio en las profundidades que sólo nuestro Señor, que todo lo hizo, conoce. Quizás me acordara yo en esa angustia del profeta Jonás, tragado por una ballena…


Eran infundados todos mis temores, pues, después de haber hecho escala en el puerto de Palermo en la isla de Sicilia, arribamos al puerto de Nápoles sin más contratiempo para mí que el que sufrían mis tripas, que creía removerse al vaivén de las olas. ¡Quién hubiera podido decirme que algún día haría la guerra sobre la cubierta de un barco!


Tal fue mi alegría, que me atreví a acercarme a la baranda del barco para contemplar con arrobo el puerto de Nápoles, no sólo aliviado del término del viaje sino esperanzado por las grandes cosas que me esperaban en Italia. Yo no lo sabía pero la gloria nos aguardaba, si bien no antes de recibir un duro adiestramiento.


(1) Especie de peto de cuero que se llevaba sobre el jubón. Ésta era una prenda que se llevaba ajustada sobre el pecho hasta la cintura.

(2) Prenda que se llevaba bajo la cintura y sobre las calzas como adorno.
(3) Protector metálico que se llevaba sobre el cuello.

domingo, 26 de octubre de 2008

Una novela

Posiblemente sea una locura pero he decidido dar el paso de ir más allá del relato. Quizás las sagas de folletín que tengo ahora entre manos me han animado pero también tiene mi buen amigo de Ociojoven llamado Akhul mucha culpa. Él dice que escribir una novela es más fácil de lo que pensamos. Sea. Si no lo consigo, siempre podré desmentirle...

He dudado por qué género tirar. La Historia me encanta pero finalmente me he decidido por la otra de mis pasiones, la ciencia ficción. Si consigo cumplir este reto, quizás entonces me planteé la novela histórica pero necesito saber antes si soy capaz de cumplir con las capacidades literarias antes de documentarme intensamente.

¿El tema de la novela? Canibalismo, alienígenas, drogas... En fin, ya tengo una idea del argumento y voy escribiendo apuntes, sinopsis, descripciones... No tengo la mente de un ingeniero, no soy capaz de escribir una estructura completa como pensé en un principio. Voy escribiendo según me vienen las ideas.

¿Seré capaz de cumplir este reto? Pues ya veremos.

En fin, deseadme suerte.

sábado, 4 de octubre de 2008

Rey Khardam V

ÍNDICE
Capítulo VI (próximamente)
Epílogo (próximamente)


REY KHARDAM
V


El dulce descanso de la noche fue breve, demasiado breve, para Volgrod y Erminyeh. Las horas del día siguiente -aunque resultaba difícil precisar cuándo era de día en aquella celda sin ventanas- parecieron eternas a los tres. Primero estudiaron inútilmente los recovecos de la celda. Luego se sentaron y mataron el tiempo con charlas igualmente inútiles.
-Nunca debimos confiar en ese sacerdote -se lamentó Volgrod. En cambio no se lamentó de haber llegado a aquel país cuando sintió los ojos de Erminyeh. ¡Con qué facilidad el deseo contenido se transforma en algo más que la curiosidad de la carne!
-¡Y yo nunca debí acompañaros! -añadió Nerdkhem con amargura-. Pero no comprendo la tacañería de esta gente. ¡Vosotros habéis visto como yo las increíbles riquezas que guarda este lugar! ¡Por los dioses que podrían hacerle un préstamo al mismo Khardam!
-Pero sólo el sumo sacerdote decide sobre esas riquezas -objetó Volgrod.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que la reacción del sumo sacerdote me pareció extraña, como si él mismo no supiera quiénes éramos. Lo vi en su mirada y creo que sé juzgar bien a los hombres.
-No tiene sentido. ¿Quieres decir que el sumo sacerdote no conocía vuestra misión? ¿Que ese maldito sacerdote, Andiasat, pretendía apoderarse del cáliz de Emmesu y no disponía de riquezas para pagarnos?
-¡Sí, eso es! -exclamó Erminyeh, aliviada de poder pensar que no era todo el clero de Emmesu el que estaba corrompido-. ¡Andiasat ha engañado a su superior y a sus compañeros para hacerse con la reliquia!
Volgrod se sentó en el suelo. Pensó un poco antes de hablar.
-Podría ser. Podría ser pero mi instinto dice que hay algo que no encaja...
Pero no continuó. Se calló e intentó dormitar un poco.

Nada digno de relatarse ocurrió antes de la más indeseada de las visitas, la del sacerdote Andiasat. Los tres se levantaron del suelo y le miraron de tal forma que el sacerdote no tenía dudas sobre lo que hubieran querido hacerle de no mediar unos gruesos barrotes entre él y ellos. Pero, como siempre, sonrió desagradablemente, dueño de la situación en todo momento, antes de hablar:
-¡Vaya, adivino que mi visita no es agradable! Pero el destino ha querido que, a mi pesar, debamos negociar de nuevo...
-Olvídalo.
-Creo que no estáis en situación de rechazar cualquier propuesta. Lo cierto es que vuestro cautiverio me alegra tan poco como a vosotros. No en vano intenté evitarlo.
Erminyeh, alterada, agarró los barrotes con ambas manos.
-¡Claro que intentaste evitarlo, sabandija asquerosa! ¡Intentando matarnos!
-Veo que estos bárbaros te han corrompido, Erminyeh. Antes eras una buena devota y ahora hablas a un sacerdote de sabandija asquerosa...
-¡Deja de mentir, cínico! ¡El sumo sacerdote no sabe nada! ¡Pretendes apoderarte de la reliquia de Emmesu!
-No eráis tan tontos como creía yo. Pero tampoco sois tan listos como pensáis... Nunca habéis tenido el verdadero cáliz de Emmesu. Khardam puede ser un bárbaro pero no es tan estúpido como para jugar con un objeto con tan grandes poderes. Aunque sólo sea porque su madre era una bruja sabe que una reliquia no es un juguete.
Volgrod intervino:
-¡Todo encaja ahora! El robo resultó demasiado sencillo. ¡Era extraña tan poca protección para el divino cáliz! Tu plan era hacer que pareciese un robo.
-Eso es, bárbaro. Mañana el falso cáliz aparecerá y todo el pueblo de Emmesu recuperará la confianza y se levantará contra Khardam.
-Más cuando en la capital apenas permanece la guardia real y una pequeña guarnición. El resto del ejército de la capital marchó en una expedición al norte.
-Bueno, eso no es del todo exacto. Esa expedición hace poco dio media vuelta y se dirige aquí. Estarán de regreso en un par de días.
La sonrisa del sacerdote se ensanchó. Le gustaba sorprender, tener siempre la última palabra, como la mayoría de los sacerdotes. Disfrutaba explicándoles sus retorcidos planes. Volgrod supo que le había juzgado bien y apenas demostró sorpresa. Erminyeh le miraba aterrada, con los ojos abiertos.
-Miserable... has condenado al pueblo de Alnyria a una gran matanza. Pensé que querías apoderarte de la reliquia pero no eres más que un lacayo de Khardam.
Pero Andiasat pareció serio por primera vez, incluso ofendido.
-¡Estúpida! ¡Yo siempre he servido a Emmesu! Pero es hora de que el clero deje de oponerse al invasor. ¡Tantas rebeliones fueron inútiles! ¡Los extranjeros nos gobiernan desde hace milenios y es momento de aceptarlo! Después de la represión yo salvaré a Alnyria y pactaré con Khardam. Entonces él devolverá la reliquia y comenzará una nueva era de entendimiento entre el trono y la iglesia. Odio a Khardam pero no podemos vencerle, hay que negociar.
¡Sí, había que negociar! ¡Aunque costara un derramamiento de sangre como no se recordaba en siglos! ¡Aunque supusiera apuñalar por la espalda a todos sus compañeros del clero! Pero Volgrod sabía que poco ganarían hablando de moral con aquel cínico clérigo.
-Bien, pero necesitas que el sumo sacerdote no conozca nuestra misión.
-Sí, sería una lamentable contrariedad. Por eso escaparéis dentro de un par de horas, antes de que el sumo sacerdote pueda hablar con vosotros. El carcelero vendrá con vuestra comida y vosotros le aturdiréis y le quitaréis las llaves. Está a mis órdenes y es lo que hará, pero como tengo dudas de su capacidad para mentir, le mataréis para que sea más convincente. Luego seguiréis aquel pasillo y buscaréis hasta encontrar otro pasadizo. ¡Ni el sumo sacerdote conoce tan bien los entresijos de este lugar como yo!
Volgrod reprimió el asco antes de preguntar:
-¿Y quién nos garantiza que no nos espera la muerte en ese pasadizo? No confiamos en ti.
-Nadie os garantiza nada. Pero si no lo hacéis, entonces me encargaré de que aparezcáis muertos en esta celda antes de que os interroguen. No me gustaría hacerlo porque resultaría sospechoso pero en fin...

Nerdkhem volvió atrás la mirada, sintiendo un escalofrío al ver los muros del templo.
-¡Juro que no volveré a entrar en ningún templo, esté dedicado al dios que sea! Pero no estaremos realmente seguros hasta que salgamos de esta ciudad.
-Yo no pienso abandonar Simram.
Erminyeh hablaba, como era habitual en ella, muy decidida.
-¡Entonces estás loca! ¡¿Todavía no has comprendido que esta ciudad está condenada?! ¡Cuando estalle la rebelión será tarde para escapar!
-He tomado una decisión.
-¡Volgrod, tú eres más sensato!
Pero Volgrod no intervino en favor del khárdita. Un día antes le habría dado la razón y se hubiera marchado con él sin perder un momento. La política de Alnyria le asqueaba. Pero ahora no podía separarse de Erminyeh. Su lugar estaba con ella, en cualquier parte... incluso en una ciudad condenada a un baño de sangre.
-Comprendo -suspiró Nerdkhem, al entender la expresión de Volgrod-, ella te une ahora a esta ciudad como no lo consiguió ese maldito sacerdote. Creo que es un error y siento de veras que no os marchéis conmigo. También siento que nuestra relación no fuera más cordial desde el principio. ¡Un hombre que se deja arrastrar al infierno como tú por una mujer está loco! Pero también eres un hombre valiente.
Con un fuerte apretón de manos olvidaron cualquier rencilla anterior entre ellos. Luego el khárdita se marchó
-¿Y ahora qué haremos? Creo que nuestro amigo hizo lo más sensato.
-Es posible pero yo debo salvar a mi familia. Aunque no sé dónde viven y hace años que no hablo con ellos, desde que...
No terminó la frase pero Vogrod imaginó unos padres a los que no gustaba nada el camino que había tomado su hija. Volgrod había conocido a muchas mujeres que habían tomado ese camino por motivos diferentes, casi siempre un camino de corrupción que enrudecía sus almas. En la alnyria, sin embargo, advertía buenos sentimientos, un deseo de tomar otra senda.
Encontrarlos no sería fácil pero tenía que hacerlo por ella antes de que llegase la catástrofe.

La catástrofe comenzó apenas dos días después. El rumor de que la reliquia de Emmesu había sido recuperada se extendió por toda la ciudad. Primero hubo euforia, luego la euforia se convirtió en confianza y de ésta nació el deseo de venganza.
-¡Deberíamos echar a todos esos malditos khárditas! -bramaba el informador de Volgrod, muy animado después de que éste le invitara a cerveza-. ¿Cuándo habrá un mejor momento que éste? ¡Apenas si hay soldados khárditas en la ciudad! Te digo, extranjero, que muy pronto llegará la hora de que Alnyria se sacuda el yugo del invasor.
El patriota cogió la moneda que Volgrod le había ofrecido y dejó a éste muy pensativo. El tiempo se acababa. Erminyeh entró en la taberna. Parecía muy alterada y no sólo por los rumores que se extendían ya por toda la ciudad de Simram.
-¡Sé dónde viven, Volgrod! Pero quiero que me acompañes... Quizá necesite tu ayuda.
Volgrod se puso en pie.

El nuevo hogar de los padres de Erminyeh era tan humilde como el que había abandonado cuando era una muchacha. Se encontraba también en el lado oriental del río Alnyr -que dividía la ciudad en dos-, el más pobre. Un edificio de adobe de tres plantas en el que se hacinaban varias familias. Un par de niños se sentaban en la entrada y miraron con mucha curiosidad los cabellos rojos de Khardam.
Algunas mujeres hablaban en el patio interior. Una de ellas reconoció a Erminyeh, su madre. Se quedó de piedra.
-Madre, soy yo... -dijo Erminyeh, sin ocurrírsele otra cosa.
-¿Por qué has venido?
-Os cambiastéis de casa pero necesito que me escuchéis. Hay un gran peligro sobre esta ciudad... Padre y tú debéis confiar en mí.
-Tu padre murió y también mi hija Erminyeh. No tengo nada que escuchar.
Volgrod esperaba una acogida tan fría pero no quiso intervenir. Su presencia no ayudaría a Erminyeh entre gentes tan xenófobas.
-Madre, escucha. Esta ciudad va a vivir un desastre.
-Sí, va a haber un desastre. Tus amigos khárditas van a ser por fin expulsados. ¿Crees que no sé que te has ofrecido a cualquier extranjero? Cuando nos enviaste aquel dinero tu padre y yo preferimos donarlo al templo sabiendo de dónde venía. ¡Ah, veo que estás perfumada y que llevas una linda túnica! ¿Y quién es este hombre de rojos cabellos?
-Es Volgrod, un hombre del Norte, un buen hombre que nos protegerá...
-Yo no quiero la protección de ningún sucio extranjero. Sólo quiero que me marches y no me pongas evidencia delante de mis amigas.
Erminyeh echó a correr. Antes de perseguirla, Volgrod se encaró a aquella señora:
-Los khárditas son crueles y despóticos pero me pregunto si vosotros sois mejores que ellos.

Al atardecer de aquel mismo día estalló la revuelta cuando una patrulla de khárditas fue acosada primero por una muchedumbre. Acostumbrados a hacerse obedecer fácilmente, intentaron dispersar a la multitud a voces pero notaron su error en las caras furiosas. Fueron muertos a golpes. Los líderes de la revuelta, que custodiaban la reliquia de Emmesu y contaban con el apoyo de muchos sacerdotes aunque no el de su líder, proclamaron el final de Khardam.
-Erminyeh, debemos marcharnos ahora -le decía con voz suave Volgrod-. Luego será tarde. No podemos ayudar a los tuyos.
Pero ella parecía no oír nada. Se había sumido en la tristeza y todo parecía darle igual. Volgrod suspiró.
-Por favor, vámonos. Mañana será tarde y nosotros podemos empezar una vida lejos de aquí...
Estas últimas palabras la hicieron reaccionar.
-¿En serio no me abandonarás?
-Por supuesto que no -le dijo, acariciándole el cabello azabache-. El mundo es grande, mucho más de lo que crees, y encontraremos un hogar en un lugar más feliz que éste.
Volgrod pagó al tabernero por la habitación y se fueron.

Evitaron las calles principales. Afortunadamente los enfurecidos rebeldes se reunían en los alrededores del recinto amurallado del palacio. Los líderes de la revuelta ya estaban reuniendo armas y escalas para el asalto. Volgrod y Erminyeh confiaban en escapar por uno de los accesos secundarios. A pesar de todo, Volgrod sentía la misma compasión que Erminyeh por aquellas gentes. ¡Si supieran que un ejército estaba esperando para asaltar la ciudad! Justo antes de que la rebelión pudiera propagarse a otras ciudades alnyrias Khardam les enseñaría el precio de alzarse contra él, el mismo castigo que había aplicado en Ehdar.
Erminyeh llevaba una amplia capa para llamar menos la atención. Más difícil lo tenía Volgrod con sus cabellos rojos como el fuego y sus ojos grises. El corpulento extranjero llamó la atención de un grupo de exaltados.
-¡Eh, yo he visto a ese hombre!
Volgrod siguió caminando, como si no lo hubiera oído.
-¡No huyas, cobarde extranjero! ¡Yo te vi en el desfile triunfal de Khardam! Tú eras el extranjero de cabellos rojos al que honró como capitán de la guardia real. Lo sé porque yo serví en aquella campaña. ¡Como podría no haberlo hecho si los míos hubieran sido apresados de negarme!
Ahora Volgrod tuvo que volverse. A su alrededor empezaba a reunirse la multitud. El que hablaba era un hombre joven. Volgrod no le conocía pero sabía que era lo peor que podría haberles ocurrido. Era uno de tantos alnyrios reclutados a la fuerza que habían participado en la campaña de Ehdar y recordaban la crueldad de Khardam. ¡Maldita fuera la hora en que había salvado al bastardo de Khardam y éste le había nombrado capitán!
-Escucha, yo no soy khárdita ni quiero servir más a Khardam. Dejadnos pasar.
Desenvainó el sable pero confiaba más en su confianza y en sus ojos, que a tantos hombres habían amilanado antes. Debía evitar la lucha.
-¡Y está huyendo con su amante! -bramó otro alnyrio-. Sin duda es su amante khárdita.
No pudo contenerse la alnyria:
-¡No soy ninguna khárdita! ¡Soy tan alnyria como vosotros pero quiero marcharme! ¡Locos, tú que estuviste en Ehdar sabes cuál será el castigo que caerá sobre esta ciudad!
Volgrod apretó los dientes. No debería haber dicho eso. Los alnyrios se enfurecieron de veras.
-¡No eres una khárdita! ¡Eres una de sus putas!
-¡Furcia!
-¡Zorra!
Ella quiso encararse contra ellos pero Volgrod no se lo permitió. La agarró con fuerza del brazo.
-Por favor, no lo hagas -le susurró, y ella se contuvo. La multitud se abrió ante la mirada amenazadora de Volgrod. Pero la fatalidad tomó la forma de un niño, un muchacho poco reflexivo que lanzó la primera piedra.
Volgrod sintió que el cuerpo de ella se desplomaba. Se le heló la sangre cuando vio la sangre manar de su cabeza y la recogió gravemente herida del suelo.
-¿Por qué tanta crueldad? Te quiero... -le susurró ella.
Nadie pudo escuchar lo que él le dijo al oído pero todos se dispersaron enseguida cuando él les devolvió una mirada gélida. Hubiera querido volverse contra ellos y matar a cuantos pudiese pero no podía. La sostuvo en sus brazos durante sus últimos minutos de vida.

Hispacón 2008



Lo sé, he tardado mucho en reaparecer por mi blog. Pero tengo una buena excusa. La semana pasada tuve la suerte de asistir a la Hispacón de Almería, donde nos reunimos algunos amantes de la llamada literatura "de género": ciencia ficción, fantasía y terror.

Aparte del placer de hablar de literatura día y noche, pasé muy buenos ratos con Akhul, Nachob y PedroEscudero, algunos de los amigos de esa página maravillosa que es OcioJoven. En esta página escribió Akhul un artículo sobre el tema:

http://www.ociojoven.com/article/articleview/995300/1/247/

Yo he prometido escribir algo mucho más personal...

domingo, 14 de septiembre de 2008

La anciana memoria

Esta vez traigo uno de mis primeros relatos. Por eso mismo le tengo más cariño... aunque visto en perspectiva sé que es mejorable. Espero que el tema resulte interesante.



LA ANCIANA MEMORIA

La comunidad entera cuidaba de la anciana como su más preciado tesoro, y yo era su tesorero, el elegido como principal responsable de ese cuidado. Yo debía conservar su salud y desde el principio sentí hacia ella una responsabilidad y una preocupación que no había concedido a ningún otro de mis pacientes, y creo que no soy un profesional negligente o poco atento, pero es que me abrumaba lo que significaba para todos aquella buena mujer. Mi relación con ella a lo largo de casi diez años sólo hizo crecer ese sentimiento de responsabilidad.

Pero ahora, por mucho que me desvelara y sintiera la presión sobre mí, yo no podía hacer apenas nada, porque la vejez es una enfermedad crónica que sólo acaba con la muerte. Su salud se deterioraba con rapidez. Muy pronto nos dejaría y un trozo de Historia moriría con ella, la última de los Fundadores, los hombres y mujeres que habían nacido en un mundo anterior que ahora nosotros llamamos antiguo. ¿Dónde estaba ese mundo? Sólo ella lo sabía y moriría con su secreto, comprometida por el juramento más estricto.

Hasta no hacía mucho, acaso algunos meses atrás, los niños olvidaban sus juegos para escuchar a la anciana hablar de un mundo lejano y perdido que en nada se parecía a nuestro planeta Iseria o a los que más tarde hemos colonizado. También los adultos nos dejábamos atrapar por esas historias ya oídas en la infancia. Yo mismo la escuchaba fascinado y con el mismo interés que los niños.

Aquel mundo había sido un paraíso que sus habitantes no supieron valorar hasta el final, cuando empezaba a arruinarse y estaba todo perdido. Entonces el Mal se había apoderado irremediablemente de él y algunos de sus habitantes lo abandonaron. Era el eterno mito del paraíso perdido, que había conocido en mis lecturas sobre el mundo antiguo. El Edén, la Atlántida, la Tierra Prometida... el hombre vivía en el paraíso y siempre lo perdía por su estupidez.

Pero la anciana no contaba un mito. Era real y por ello mucho más poderosa la historia de los exiliados que abandonaran su mundo para escapar a las estrellas. Ella era la última de esos exiliados y apenas recordaba ese mundo que había dejado con seis años de edad. No importaba: las leyendas ganan autoridad y saben mejor en la boca de los ancianos, y ella era además una de las heroínas del mito.

¡Qué triste final era ése! Aquel mundo era un paraíso real y el lugar mejor que los hombres siempre añoran en sus corazones aunque sólo lo hayan soñado y no visto. Yo mismo lo he añorado sin conocerlo. ¿Puede existir algo más hermoso que un cielo celeste y luminoso y pasear bajo él, confiado y sin temor a las radiaciones, una atmósfera venenosa o las terribles tempestades? El clima era suave y la vida afloraba hasta en las regiones relativamente hostiles. El agua abundaba, llegando a acumularse en enormes masas llamadas océanos, y a poco que hubiera algo de humedad la tierra se cubría de un verdor espontáneo. ¡Qué maravilloso debía ser!, pensaba.

Los humanos se hicieron muy numerosos y se expandieron por toda la tierra, creando grandes ciudades o diminutas aldeas, aunque con los años hubo menos espacio para todos. Esta forma de desparramarse por el planeta no era la única ni la más caprichosa de sus costumbres porque la vida era despreocupada y excéntrica entonces. Sus gentes vivían en la abundancia y no sabían apreciarlo como debieran.

Era tan maravilloso que no podría imaginarse ni creerse sin toda la documentación que habíamos conservado. Quedan los vídeos y los libros, e incluso así no acabamos de poder imaginarlo los más incrédulos.

¿Cómo pudieron perderlo? De qué se trataba ese misterioso e inquietante Mal, así, en mayúsculas, sólo la anciana podía saberlo. Había pensado en ello muchas veces. Quizás se tratara de una mala gestión de los recursos o, más probablemente, de una catástrofe, como el impacto de un meteorito.

Nunca tendría respuesta porque pertenecía a la anciana y había jurado no revelarlo. Mi ciencia era la de la medicina y lo que sí puedo saber es cuándo nada me queda por hacer.

- Háblame con franqueza – me pidió la anciana.

- Quedan meses... más probablemente días – le respondí. No me gusta ser duro pero con la experiencia he aprendido que los enfermos prefieren la cruda sinceridad a la delicada mentira. Además percibía que ella se había resignado ya a dejarnos. Sabiduría de anciana.

-Seré la última entonces –dijo, y la dejé dormir.

También yo me decidí a darme un descanso, pero no podía conciliar el sueño con la misma facilidad. Quería saber lo que ella sabía. Era un deseo pueril e irrespetuoso pero quería arrebatarle su secreto y saber qué era el Mal y dónde estaba su mundo.

Al día siguiente me sentí irritado y con sueño mientras le hacía otro análisis. Ella dormía y yo la miraba ansioso, sin prestar apenas atención a la sangre extraída en la jeringuilla. Despertó y encontró mis ojos serios sobre ella.

-¿Por qué me miras así? ¿Qué ocurre, hijo?

-Quiero saber... –le dije muy vacilante.

-¿Qué quieres saber?

-Todo. Quiero saber por qué ya no vivimos en ese mundo tan maravilloso y qué fue de él. Me lo he preguntado tanto... –Le hablaba casi suplicando.

Su rostro normalmente dulce se crispó.

-Eso no puedes saberlo. Jamás me lo preguntes.

-¡Pero yo quiero saberlo! ¡Todos deberíamos conocer la verdad! –dije furioso. Aún me avergüenzo de ese arrebato de mal genio. Luego me volví e iba a marcharme. Ella me detuvo.

-¿Realmente quieres saberlo tanto como dices? Podría no gustarte todo lo que te diga. Vosotros no sabéis cómo era realmente ese mundo.

Se interrumpió para meditar unos segundos. Luego siguió hablando como si estuviera sola, sin mirarme.

- ¿Y si te dijera que ese paraíso no existió jamás? Recordamos los tiempos pasados y seleccionamos las cosas buenas para que nos parezcan mejores de lo que realmente fueron. Todos los libros y vídeos que hemos conservado no hablan más que de lo bueno que hubo en ese mundo... y fueron muchas más las cosas malas.

>> Algo recuerdo de ese mundo, no mucho, pero te diré que no era tan fabuloso. Recuerdo... Recuerdo ciudades interminables, calles atestadas de gente, los mayores callándonos siempre a los niños para oír noticias de guerras y racionamientos... Conflicto y caos: así era el mundo. Los hombres vivían locos e infelices y sólo se les ocurría entregarse a fantasías colectivas o a intereses particulares y mezquinos. Y no es fácil decir quiénes eran peores por qué siempre buscaban la ocasión de discutir y luchar entre ellos.

>>¿Qué sabéis vosotros de la historia? Yo no aprendí mucho pero te diré que ese mundo tan verde que adoras fue regado con sangre. Los unos esclavizaban a los otros si es que no preferían masacrarlos. Cada cuál trataba de tener sus privilegios sobre los demás y todos eran diferentes en ese mundo injusto. Sólo creían que serían felices estando por encima de los otros...

>>Vivían para su presente y no para el futuro de sus hijos, y envenenaron y arruinaron la tierra hasta dejarla irreconocible. Sí, me miras con sorpresa y piensas en los vídeos y fotos de hermosos paisajes y luminosos océanos, pero yo nunca vi nada de eso porque todo había sido filmado hacía mucho, en los siglos XX o XXI.

>>La humanidad, al menos los que queda de ella, sólo ha sido feliz y libre aquí. Estuvimos unidos mientras colonizábamos el planeta y te diré que esos años fueron muchos más felices que mi triste infancia en el antiguo mundo. Había solidaridad entre todos y orden. Hemos creado una sociedad justa y que se administra con prudencia. Tardamos muy poco en olvidar nuestras penas y nos pareció tan horrible el mundo abandonado que destruimos todo lo que podía recordar sus males, porque no hubo un Mal sino muchos, y ya no se aprendió más la verdadera Historia: la de las guerras y los tiranos.

>>Jamás volváis allí. No sé si continuará habitado pero es un mundo podrido. Dejadlo y haced uno mejor...

La mujer había hablado con ansia, como queriendo contar un secreto muy reprimido y guardado. Ahora lloraba ligeramente por el recuerdo y por traicionar su juramento. Me sentí conmovido. Ella miraba a la pared y no pudo ver cómo yo también dejaba resbalar una lágrima. Finalmente el paraíso no había existido jamás.

La dejé y fui al laboratorio. Estaba allí una de las pocas ventanas del hospital y contemplé el sempiterno cielo negro con tristeza. Nunca había salido al exterior. Sin oxígeno y a cincuenta o setenta grados bajo cero no puede apetecer a nadie. Miré las estrellas. ¿Cuál de ellas sería el misterioso Sol? El mundo antiguo seguiría girando a su alrededor.

¿Había sido un mundo infeliz? Sí, habíamos hecho mucho, y seguramente habíamos conseguido un nuevo mundo mejor que el antiguo. Pero, aun así, pensé que un cielo azul tiene que ser algo demasiado maravilloso para no añorarlo...

miércoles, 13 de agosto de 2008

Libro recomendado: El fin de la infancia

Raramente la literatura de ciencia ficción, género olvidado, es noticia. Por desgracia lo fue este mismo año para enterarnos de la muerte de Arthur Clarke, uno de los grandes de la llamada Edad de Oro de la ciencia ficción. Aunque casi todos le recuerdan por su colaboración con Kubrick en "2001: odisea en el espacio", su labor literaria es imprescindible para todo el que quiera adentrarse en el género.
Pero honrar a un maestro no es el único motivo por el que recomiendo la lectura de "El fin de la infancia", uno de los libros más perturbadores del género...

Esta reseña apareció en OcioJoven:
http://ociojoven.com/article/articleview/984861/El%20fin%20de%20la%20infancia


EL FIN DE LA INFANCIA

Título: El fin de la infancia (1953)
Autor: Arthur C. Clarke
Género: ciencia ficción
Puntuación: 9/10
Arthur C. Clarke era una asignatura pendiente para mí, una asignatura obligada para cualquier amante de la ciencia ficción. Después de terminar esta novela, mi primer acercamiento, puedo decir que "El fin de la infancia" es una de esas novelas que bastan para que un autor sea recordado, una novela que me enganchó de principio a fin.
¿Por qué? Para empezar, porque el autor dosifica muy bien el misterio para que el interés no decaiga en ningún momento. El lector ansía saber más y lo cierto es que no le queda más remedio que seguir leyendo, pues detrás de cada enigma resuelto aparece un enigma aún más indescifrable. Le aconsejo al lector que tenga paciencia porque merece la pena continuar la lectura hasta un final del que sólo voy a adelantarle que no será capaz de imaginarlo. A Clarke le sobra la imaginación y lo demuestra retando al lector a un desafío en el que éste lo tendrá casi imposible para anticiparse.
Además estamos ante un libro que no deja indiferente sino que resulta de lo más inquietante. No es para menos, porque "El fin de la infancia" es la más perfecta y extraña de las utopías, tan perfecta que acaba siendo perturbadora, a medida que parece que los seres humanos han dejado de ser dueños de su destino y ni siquiera saben adónde van. Esa impotencia de la humanidad para decidir resulta angustiosa, a pesar de que sea para su propio bien.
El estilo es bastante ágil y, como ya he comentado, el suspense se mantiene hasta un final desconcertante y terriblemente extraño. Esto mismo puede hacer que resulte excesivo para algunos pero, en fin, también creo que si hay algo destacable en el perfil medio del lector de ciencia ficción es su imaginación.
"El fin de la infancia" es el principio de un camino que ni la humanidad ni el propio lector sabrán adónde conduce hasta el inimaginable final. Sorpresa tras sorpresa, la novela mantiene el suspense como pocas y acaba perturbando como muchas menos aún lo consiguen.

Por estas razones coloco esta novela entre las obras más fascinantes del género y cuya lectura me ha sido más cautivadora. Son razones suficientes para recomendarla al lector. Creo que si éste es suficientemente imaginativo, esta novela no le dejará indiferente.
Por último, sólo me queda decir que lo leí prácticamente en un día...

El ombligo del mundo

Para variar, un microrrelato ligerito, de tema veraniego, como corresponde en estas fechas...


EL OMBLIGO DEL MUNDO


Un cuerpo retorciéndose entre tantos en la arena. Un cuerpo, y un ombligo. Nada más que un ombligo. Un ombligo nada menos, en un vientre de color canela tostada y sabor a sal marina, terso como la piel de un tambor de guerra resonando en sus oídos. ¡Y él no puede acudir a su llamada! Debe permanecer en su lugar, al lado de un vientre más flácido y que él mismo había fecundado, con la madre de sus hijos a la que tanto había querido, tanto había amado, tanto había compartido... ¡Tantos "había"!

Pero a veces el cuerpo de ella, de la otra, se movía. Una rodilla que se levanta. Unas piernas que se abren para él. Un movimiento cualquiera para recuperar su atención y escuchar de nuevo la llamada. Empezaba por los párpados cerrados y los labios invitándole sin decir palabra. Luego, el largo cuello retorcido. Resbalaba por medio de un bikini y, al final del liso tobogán de su vientre, caía en su ombligo. De aquel sumidero del espíritu no se puede escapar, es inútil. ¿Qué edad tendría? ¿Veinte? ¿Dieciocho? ¿Menos que dieciocho...? ¿Cómo puede una mujer adueñarse de los espíritus de los hombres cuando le queda tanto que aprender de la vida?

-¿Me escuchas?

Pero no, no estaba escuchando a la que antes era su amor y ahora es la madre de sus hijos. En su cabeza, abrasada por el Sol, suena la violenta melodía de un oboe árabe y al fondo un tambor. Siente mareos y un ligero espasmo en los dedos.

-¡Debería darte vergüenza!

-¡No seas tonta!

Intenta abrazarla pero le esquiva y se marcha. Todos se marchan, aunque los niños no entienden por qué y protestan. Ya en el coche, se repite que hay que darle otros cinco años más de vida a su matrimonio, pero no se hablan más que lo imprescindible. Luego se reconcilian y esa misma noche toca el ombligo de ella pero está frío. No sabe a la sal del mar. No siente la extraña emoción desde sus dedos hasta la garganta.

No oye el redoble del tambor.

jueves, 31 de julio de 2008

Rey Khardam IV

Mucho, demasiado, he tardado en continuar esta serie. ¡Y ahora he conseguido escribir un capítulo de un tirón! Confieso que me quedé atascado pero he conseguido encontrarle un final que, en dos o tres capítulos, llegará. Pido disculpas por el retraso.

Como siempre, agradeceré y responderé vuestros comentarios.

ÍNDICE

Capítulo VI (próximamente)
Epílogo (próximamente)


REY KHARDAM

IV


Y así ocurrió que Volgrod, el aventurero venido del lejano Norte, acabó envuelto en las intrigas que mantenía el clero de Emmesu contra los invasores de Alnyria. Acompañado de una devota bailarina de tentadoras curvas y a la que deseaba (si es que eso no lo ha adivinado aún el lector); de un oficial khárdita al que había arrebatado el puesto y ahora era su compañero; y de un astuto sacerdote al que hubiera deseado no conocer jamás, osó Volgrod penetrar en el lugar más sagrado de los alnyrios.

Se decía que el altar del dios Emmesu, protector de Alnyiria y levantado por los antiguos reyes, lucía más esplendoroso que el salón de audiencias del rey Khardam, pero eso no pudo juzgarlo Volgrod porque no accedieron al altar. En vez de eso se internaron en una siniestra galería de piedra. Los relieves de las paredes apenas se vislumbraban a la triste luz de las antorchas y caminaban auténticos tramos de penumbra. Como la oscuridad nunca fue una buena aliada de la confianza, Volgrod procuraba no perder de vista al sacerdote que aún no les había entregado la recompensa prometida. Advirtió que descendían. La galería, estrecha y no muy alta, tan silenciosa que se escuchaba el sonido de cada pisada, agobiaba el ánimo de los tres compañeros. Sólo Andiasat, el sacerdote alnyrio, parecía tranquilo mientras comenzaba sus explicaciones:

-Admírate, extranjero, del magnífico templo del dios Emmesu, construido incontables siglos antes de que tu miserable país tuviera siquiera un nombre. Cuando tus ancestros dormían en chozas, los alnyrios rezaban a sus dioses en templos maravillosos y quemaban incienso en pebeteros de oro para la gloria de su dios... Decenas de millares de hombres levantaron este templo para Él y el dios les bendijo y les prometió que podrían servirle incluso después de su muerte. Así se hizo, pues los cuerpos de aquellos hombres cimientan este sagrado edificio.

Volgrod sintió horror y asco de aquel hombre que tan bien sabía hacerse odiar a propósito.

-Muy interesante esta visita turística -repuso Volgrod, burlón, sin dejarse intimidar-, pero de este lugar sólo me sorprende su sordidez. Me es indiferente a quién rindáis culto mientras se nos pague la recompensa prometida.

-No esperaba que comprendieras, pagano extranjero. Para ti este lugar no debe ser más sagrado que el suelo cubierto de vómitos de alguna taberna de tu país. Pero reconozco que no has visto, ni verás jamás, el altar con sus columnas de alabastro ni el ídolo de Emmesu, envuelto entre nubes de incienso...

-Yo lo que sé es que este lugar me cansa y llevamos mucho rato descendiendo. No hay nada digno de verse aquí.

-¡No esperarías que dos extranjeros profanaseis el sagrado altar! Ya he concedido mucho acogiéndote en el templo. Pero no te preocupes, que pronto tendrás tu recompensa. En los sótanos se encuentra la tesorería del templo.

Claro que se preocupaba Volgrod, y para mayor precaución tenía la mano derecha sobre la empuñadura del sable. No confiaba en aquel sacerdote que tanto odiaba a los extranjeros...

¿Había oído algo? El sacerdote estaba murmurando palabras incomprensibles en voz baja pero no tanto como para no comprender que no era una oración.

-¿Qué estás murmurando...?

No consiguió respuesta. Volgrod dio un traspié y a punto estuvo de caerse. Tuvo la sensación de que el suelo se había levantado, como si alguien tratase de arrancar las losas del suelo.

-¡¿Qué está ocurriendo aquí...?! -exclamó Nerdkem.

-¿No os lo dije antes, extranjeros? Emmesu tiene buenos servidores en su templo...

Ahora sí que Volgrod perdió el equilibrio y se dio de bruces contra el suelo. Oyendo cómo se desplomaba también el cuerpo del oficial khárdita, intentó levantarse. No pudo hacerlo. El vello de la pierna se le erizó cuando vio los dedos de una esquelética mano alrededor de su tobillo, y detrás de la mano asomaba un brazo entero sin carne. Algo había levantado la losa e intentaba salir. Volgrod cortó la huesuda muñeca de un sablazo y buscó al traicionero sacerdote.

Le vio correr por el camino de vuelta con energías insospechadas para un hombre tan poco vigoroso pero no pudo seguirlo. Una losa había salido de su sitio y asomaba el cráneo de un muerto viviente, uno de tantos obreros que seguían sirviendo a Emmesu más allá de la muerte, como había dicho el sacerdote Andiasat.

Sin tiempo para meditar sobre la miseria moral del clero de Emmesu, advirtió que el muerto, aunque carecía de mano izquierda, aferraba una espada oxidada con la derecha. Antes de que consiguiera salir del todo le sesgó el cráneo de un mandoble.

Pero había muchos más. Hasta una veintena de losas no estaban ya en su sitio. Los esqueletos vivientes atacaban con sus espadas cortas y se defendían con rodelas. No parecían muy ágiles ni muy fuertes pero tenían el número a su favor y, lo que era peor, no ofrecían carne que pinchar o cortar. De nuevo Volgrod se vio luchando con Nerdkem espalda contra espalda. Entre ambos Erminyeh se defendía, demostrando con su daga la misma agilidad con la que había bailado ante el lujurioso Khardam.

-¡Malditos sean los sacerdotes de Alnyria y sus dioses! -blasfemaba Nerdkem.

-¡Ya deja de hablar, alnyrio, y lucha! -le gritó Erminyeh, que no soportaba las blasfemias contra su fe ni siquiera en esos momentos.

-¡Debo estar en el mismísimo infierno de Emmesu! -blasfemó Nerdkem otra vez, pero no se arriesgo a comprobar si aquello era el infierno y se encontraba muerto ya cuando uno de los muertos vivientes arremetió contra él. Esquivándole, consiguió segar su tibia con el sable. El esqueleto se desplomó pero, arrastrándose por el suelo, seguía aferrando la espada...

No se agotaban. Volgrod o Nerdkem esquivaban o paraban sus golpes para contraatacar pero comprobaron que aquellos montones de huesos jamás dejaban de luchar.

-¡Nunca les mataremos así! ¡Seguidme! -ordenó Volgrod.

Primero corrió Volgrod en la misma dirección en la que había escapado Andiasat pero luego cambió de opinión.

-¿¿Se puede saber por qué nos internamos más aún en esta maldita galería?? -preguntó Nerdkem.

-Porque no creo que ese canalla fuera tan iluso como para dejar el camino libre. Si intentamos seguirle hallaremos alguna trampa o artimaña. Creo que será mejor que continuemos descendiendo.

Así lo hicieron pero la galería se bifurcaba en otras galerías y, al cabo de un buen rato, no parecía haber ninguna salida. Volgrod golpeaba con la empuñadura de la espada los muros y el techo.

-¿Qué estás haciendo ahora?

-No es la primera vez que visito un templo y no creo que sean muy diferentes los sacerdotes de todos los lugares del mundo.

Volgrod ignoró la mirada hostil de Erminyeh. A pesar de saberse traicionada por un sacerdote no podía renunciar a la fe por la que había arriesgado su vida. Claro que no todos los servidores del dios eran dignos, pero incluso así...

-¡Ajá! ¡¿Qué os decía?! -exclamó el mercenario del Norte cuando el pomo de su espada produjo un sonido sutilmente distinto contra el techo. Para él fue mucho más agradable que el sonido rítmico, y cada vez más cercano, de decenas de esqueletos vivientes siguiendo sus pasos.

Con toda la calma que pudo, tanteó el techo hasta que sus dedos se escurrieron por entre las rendijas de una losa. Luego tiró hacía sí y la losa cayó, partiéndose en el suelo con gran estrépito. La losa ocultaba un pasillo vertical con una escalerilla de mano muy bien dispuesta.

Volgrod sonrió de oreja a oreja:

-Sí, los sacerdotes no son muy diferentes. ¡Pero subamos!

Nerdkem empezó a subir el primero. Tras él fue Erminyeh y Volgrod, a pesar de la tensión, no dejó de fijarse en las piernas bien torneadas de ella. La capa en la que se envolvía le dejaba ver ahora todo su cuerpo. Era una verdadera lástima que no hubiera más luz y que una mujer tan hermosa fuera una fanática. Reconoció que la deseaba pero sabía que ella nunca le respondería. Para él no era más que otro bárbaro, como Nerdkem, aunque había algo diferente en la mirada de ella.


Debieron ascender entre quince y veinte metros. No podrían decirlo porque la oscuridad era total arriba. Otra losa les bloqueaba el final del camino pero el khárdita logró quitarla sin demasiado esfuerzo. De pronto una luz estuvo a punto de cegarles. Se escucharon gritos y Volgrod supo que se había cumplido el peor de sus temores. Cuando salió, nada menos que treinta guardianes del templo rodeaban en circúlo la salida del pasadizo. Era inútil luchar. Detrás de los guardianes armados había multitud de sacerdotes.

Pero Volgrod no podía prestarles atención porque estaba maravillado, a pesar de lo difícil de su situación. ¡Realmente el altar de Emmesu era magnífico, el sueño de cualquier saqueador! Oro, plata, diamantes... los alnyrios no habían ahorrado a la hora de construir el templo de su dios y llenarlo de alhajas para celebrar sus ritos. El gigantesco ídolo de Emmesu, al fondo de la instancia, medía doce metros de alto y era todo de oro. Su cuerpo humano tenía la cabeza de una grulla, el animal sagrado que anunciaba las crecidas del río Alnyr, que regaba los campos de Alnyria.

-¡Sacrílegos! ¡¿Cómo os atrevéis a profanar el templo de Emmesu?!

El que así hablaba no podía ser otro que el sumo sacerdote. Tendría unos ochenta años y no podía disimular el temblor senil de sus mandíbulas pero, aparte de su mitra orlada de esmeraldas, la firmeza de su voz delataba su condición. A su lado no estaba otro que Andiasat.

-¡Escuchadme, sumo sacerdote! ¡Sólo venimos por la recompensa que nos fue prometida…! –intentó parlamentar Volgrod.

-¡Sacrílegos! ¡Ladrones es lo que sois! ¡No, espías de Khardam!

Los sacerdotes habían olvidado que era un lugar sagrado y les increpaban con sus peores insultos. Todos menos Andiasat, que permanecía en silencio, y el sumo sacerdote, que parecía pensativo.

-Oh, mi señor -se dirigió Andiasat a su superior con voz zalamera-, no hagáis caso de las invenciones de estos espías. Sin duda no son simples saqueadores sino que algo trama Khardam contra nosotros.

-¡Que sean encarcelados entonces!

No hubo lucha. Volgrod se dejó conducir con Erminyeh y Nerdkem a la celda. No permitió que la furia o la desesperación le ofuscaran el juicio. Creía comprender algo de lo que estaba pasando y, sentado en un rincón de la celda, observó a su alrededor para encontrar un medio de fuga. El khárdita maldecía en su rincón. Erminyeh no decía nada. Miraba el suelo de la celda de una forma que conmovió a Volgrod. Hubiera querido acercarse a ella...

Se había dormido. Tenía la espalda dolorida de apoyarla contra la pared cuando fue ella la que se acercó a él para despertarle.

-¿Qué...? -quiso hablar pero ella le cerró la boca con la mano y le besó la cara. Él simplemente abrió los brazos y dejó que buscara refugio en su pecho y se entregara a un extranjero con el deseo que ella misma no habría aceptado antes de que se derrumbase su fe y necesitara algo más fuerte para apoyarse como los abdominales de un mercenario... Luego fue él quien buscó acomodo en ella cuando la cubrió contra el suelo. Echó un vistazo al otro lado de la celda pero Nerdkem se había dado la vuelta para dormir mirando a la pared de forma muy oportuna. Luego olvidó por un momento la celda, Alnyria, el templo de Emmesu y cuanto podía existir más allá del cuerpo de la bailarina y del movimiento dulce de sus caderas...

viernes, 16 de mayo de 2008

La hora de la Teletienda

LA HORA DE LA TELETIENDA


Fue la madrugada de un lunes que el señor García descubrió la más temible verdad, que supo que su vida había tocado fondo y que nada sería ya como antes. Porque la amargura quedaría como un poso en su memoria que enterraría cualquier momento feliz que pudiera recordar.

Ocurrió entre las cuatro y las cinco de la mañana, esas horas extrañas y crepusculares que para la mayoría de las personas normales y decentes transcurren inadvertidas, sin que se sepa si realmente las marcan las manecillas del reloj o si el movimiento de éstas se acelera, y que pertenecen más al mundo onírico que al real.

Pero el señor García permanecía despierto ante el televisor. Insomne desde hacía tantas noches, había reemplazado su perdida facultad de soñar por la contemplación silenciosa de la Teletienda. Absorto, admiraba las virtudes de un nuevo aparato de gimnasia. Escuchaba con atención los consejos de Chuck Norris, actor de tercera clase que, con voz doblada a destiempo, le prometía unos músculos firmes mientras manoseaba las nalgas firmes y bien torneadas de una rubia que le sonreía con labios de colágeno. Sí, aquellos muslos parecían realmente firmes y sus pechos se movían de forma fascinante mientras hacía los ejercicios pero no fue ese el momento en que la vida del señor García toco fondo.

Fue después, cuando llegó la licuadora que lo mismo servía para picar carne que para hacerse un rico granizado de limón y que incluía una coctelera de regalo para las primeras trescientas llamadas. El señor García se arrojó sobre el teléfono para marcar el pedido y dar el número de una tarjeta de crédito en la que apenas le quedaba saldo.

Fue entonces, al colgar el teléfono, que supo que su vida se había ido al garete. No fue un pensamiento de pasajero pesimismo ni de autocompasión. Se le había revelado la más temible verdad, tan cierta y desprovista de falso victimismo, tan claramente como le había sido revelada al príncipe Buda mientras meditaba en las profundidades de un apartado bosque. No hubo gran diferencia entre el descubrimiento del señor García y el de aquel sabio que había vivido veinticinco siglos antes. El señor García supo que nada tenía sentido, que su vida no era más que la espera de su final, y se encogió en el sofá aun sin tener frío. Apagó la televisión y creyó que estaba muerto por un momento.

El sueño llegó con las primeras luces del alba.

Un mes antes habían metido veinte años de su vida en un sobre blanco. Pero dentro no había más que la indemnización por el despido y nada más, ni siquiera una tarjeta o una explicación.

-¿Y esto es todo? ¿Veinte años y adiós sin más? ¿Es que no he hecho bien mi trabajo? -preguntó el señor García, casi atragantándose con la rabia; y el jefe de recursos humanos le había escuchado con más condescendencia que piedad:

-No se ponga así, por favor. Claro que ha cumplido su labor y la empresa le está muy agradecida. Sencillamente se ha terminado un ciclo.

-¿Eh?

-¿No recuerda a Del Bosque, el entrenador del Real Madrid? Se terminó su ciclo y se marchó, no fue culpa de nadie.

-Pero había conseguido la Copa de Europa y el Real Madrid tardó años en ganar otro título...

-Eso es anecdótico. Lo importante es que se había acabado su tiempo, el ciclo natural de las cosas. Así que no se atormente más y plantéese esto como un reto.

El señor García no había querido escuchar más y se marchó para no volver. En casa siguieron las interminables discusiones con su señora hasta que se marchó al sofá y con su tristeza hizo una sábana y con la amargura una almohada.

-No molestes a papá.

Era una advertencia inútil. Papá ya estaba medio despierto, indiferente a todo, indiferente incluso a los ojos sorprendidos de su hijo por descubrirle dormido y vestido en el sofá del salón.

-¿Por qué papá puede quedarse en casa y yo tengo que ir al colegio? No es justo.

Porque papá no tiene futuro y tú todavía crees que existe, hubiera querido decirle. El mundo no era justo pero el pequeño era demasiado joven para entenderlo. Que disfrutara los pocos años de genuina felicidad que le quedaban por vivir.

Apático, no dijo una palabra el señor García mientras su mujer se ocupaba de preparar al pequeño. Luego ella le dio un beso de despedida pero sus labios le parecieron fríos. Ignoró su mirada, la preocupación, la lástima, el oculto reproche. Nada importaba sino el sueño siempre insatisfecho. Las horas de trabajo del resto del mundo eran sus horas de descanso.

Por fin se fueron y le dejaron en paz. Girándose, se acomodó lo que pudo en el sofá, cerró los ojos y le dio la espalda al mundo.

jueves, 8 de mayo de 2008

Treinta metros cuadrados

TREINTA METROS CUADRADOS

Treinta metros cuadrados, eso era lo que deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo. Treinta metros para ella, para tener su espacio, suyo y de nadie más. Treinta metros, en fin, donde ser libre y soberana de su intimidad. Éste era su sueño, un sueño tan pequeño y a la vez tan enorme que la hacía suspirar, como hacía suspirar también a decenas de miles de millones de personas que, como ella, no podían permitírselo.

¡Pero no era tan fácil soñar despierta si jamás podía estar sola! Tang no podía suspirar sin ser escuchada, sonreír sin ser observada por algún curioso, ni siquiera oír sus propios pensamientos entre el bullicio de las muchedumbres.

El sueño terminaba cada mañana, justo a las seis y media de lunes a viernes y a las siete y media los sábados y domingos. Probablemente soñaran el mismo sueño las doscientas mujeres solteras con las que compartía habitación. A pesar del cansancio, el día comenzaba como debía ser, con organización y disciplina. Medio dormidas, dejando que la empalagosa melodía de una flauta de bambú “Alegre despertar del trabajador” penetrase en sus oídos, abandonaban las literas por orden de altura, de la cuarta litera a la de más abajo. En diez minutos las habitaciones quedaban libres y estaban haciendo cola en los servicios colectivos. Diez minutos en la ducha, cinco en el lavabo y otros diez minutos para sus necesidades. Que ninguna pidiera más si no quería ser amonestada. Para desayunar quince minutos debían ser más que suficientes y tampoco es que el arroz del tazón fuera tan delicioso como para paladearlo con tranquilidad.

Todo había sido, en fin, sobradamente planeado para que los millares de mujeres solteras que vivían en el número 87 de la calle 19 del distrito 31 del nivel 7 estuviesen listas para el trabajo con la eficiencia de un cuartel. Sí, era mucho mejor imaginar que vivía en un cuartel que en una cárcel, aunque no tenía muy clara la diferencia. ¿Quién sabe? Quizá la jaula de la cárcel fuera más espaciosa… antes de marchar a la cámara de gas, claro.

¿Pero cómo el mundo había llegado a esta situación? ¿Cuándo la especie humana había perdido el control de su destino para degenerar en una plaga que a punto había estado de acabar con los recursos del planeta? Malthus se había equivocado de punto a punto: ni la enfermedad ni el hambre frenaron el cataclismo demográfico. Con Occidente en clara decadencia, los conflictos entre razas y naciones se multiplicaron; también las disputas por unos recursos naturales cada vez más escasos. El pueblo soberano ya no podía gobernarse a sí mismo porque había degenerado en una masa desordenada. El modelo capitalista, despilfarrador y anárquico, se colapsaba y la formidable máquina del crecimiento económico dejó de funcionar.

El despotismo asiático era la alternativa. No quedaba más opción. Emperadores y reyes, y luego presidentes y comités de las repúblicas populares, habían gobernado en Asia a miles de millones de hombres con mano de hierro, racionándoles libertades y recursos. Con esa experiencia milenaria, entendían mucho mejor que sus colegas occidentales cómo había que controlar a las masas y pronto el despotismo, el orden y la segregación racial llevaron a la humanidad a un mundo mejor y que además no sólo era el mejor sino también el único viable… Al menos esto era lo que se enseñaba en colegios y universidades. Tang tenía unas cuantas ideas muy superficiales de todo esto, basadas en eslóganes y proclamas aprendidas en la escuela y en la radio colectiva, pero le parecía obvio que la civilización sin orden no podía existir.

¿Y cuántos eran ya? ¿Veinte mil o treinta mil millones de seres humanos? Ésas eran las cifras oficiales del Partido pero podían ser muchos más. ¿Habrían llegado al centenar de millares de millones?

-Estás tardando en salir –le recordó uno de los conserjes que vigilaban a las mujeres que se duchaban, aprovechando mientras tanto para echar miraditas-. Deberías haber terminado dos minutos antes. Harás un par de horas extras de servicio comunal de mantenimiento.

Tang no respondió: no valía la pena discutir con alguien que guardaba un carné del partido en el bolsillo. Se sabía examinada por los ojos oblicuos y lascivos pero estaba ya acostumbrada. Tampoco se dejó herir por el tono desdeñoso de su voz, que hubiera querido decir “qué lástima que seas una sucia mestiza”. No dijo nada, se aclaró el pelo y desayunó a medias para recuperar el tiempo perdido. Luego pasó al ascensor con otras veinticinco jóvenes y descendió a planta baja. Marchó a la estación de Metro con paso ligero pero sin correr, pues estaba prohibido. Cada habitante disponía de no más de cinco metros cuadrados de espacio en la vía pública.

Ah, el Metro era mucho más que un medio de transporte… También era la mejor alternativa para tener relaciones sexuales, un auténtico rincón para la intimidad. Es cierto que podía casarse y apretarse con un compañero en una cama minúscula, eso sí, disimulando mucho a la hora de tener relaciones para que las veinte o treinta parejas con que compartieran habitación no se dieran cuenta. Pero se habían endurecido las condiciones para conseguir una licencia matrimonial desde el último plan para el control demográfico. Por no hablar de que nadie querría casarse con una mestiza esterilizada como ella.

Intentar el sexo furtivo era un imposible. Los antiguos utilizaban sus coches pero ya no existían los vehículos particulares. También estaban los parques o incluso intentaban hacerlo en sus lugares de trabajo, pero los parques tampoco existían ya (una forma estúpida de desperdiciar espacio: ¿quién querría perder el tiempo en un jardín devastado por la lluvia ácida?) y lo del trabajo era mejor dejarlo: la inmoralidad pública podía costar un severo castigo.

Así pues, ¿qué mejor lugar que el Metro, donde hombres y mujeres se hacinaban en los vagones? Tang lo había probado muchas veces. De hecho existía un verdadero código no escrito para hacerlo. No se hablaba del tema, claro, pero cualquiera de sus compañeros de vagón sabía lo que significaba que ella frotara su pierna contra él. No había minifaldas, estaban rigurosamente prohibidas, pero ¿quién podía notar un pantalón muy holgado o una camisa muy suelta por donde se metían unas manos? A menudo entraban las manos de varios hombres mientras otras tantas piernas o brazos la buscaban. Ella no podía tener idea si se trataba de un viejo, de un estudiante o hasta de otra mujer, pero no importaba. Lo mejor era cerrar los ojos -y también la nariz, porque la aromática mezcla de amoniaco, lejía y sudor era muy fuerte- e imaginar cosas maravillosas mientras le metía mano a alguien que tampoco sabía quién podría ser.

Nunca podría conseguir esos treinta metros. No había dejado de pensar en ello, ni siquiera cuando pasó por debajo del gran dragón de color rojo pintado en la fachada del edificio en que trabajaba. Sólo los miembros del Partido tenían acceso a esos pisos especiales de treinta metros y entrar en el Partido era realmente difícil y para ella imposible. Seguiría siendo hasta su muerte una vulgar oficinista mestiza. Nunca había sabido nada de su origen pero podía imaginar una historia vergonzosa. Seguramente el capricho de un miembro del partido por una de esas arias a las que denominaban de forma muy poco caballerosa pero por las que se volvían locos. Claro que no existía la prostitución, institución decadente propia de sociedades caóticas como las antiguas democracias, pero los del Partido podían invitar a sus “amigas”. ¿Y qué mujer con sentido común se resistiría a que un miembro del Partido la llevase a su lujosa vivienda de treinta metros cuadrados?

En realidad no tenía más baza que ésa: atraer a alguno de sus jefes con sus ojos rasgados pero menos oblicuos, el cabello castaño claro y no azabache, la cara más ovalada que redonda, las curvas más pronunciadas… Tang odiaba los rasgos que la revelaban mestiza y al mismo tiempo sabía que la hacían tan despreciable como atractiva.

Su esperanza era el nuevo jefe de departamento. No parecía muy mayor y era evidente que le gustaban las oficinistas guapas. Con suerte advertiría sus encantos.

Ese día disfrutó de una pequeña pausa a eso de la una del mediodía. Precisamente el jefe de departamento lo hizo llamar a su despacho para una breve entrevista:

-Mañana, a las 8,30 de la noche, quiero que venga a mi casa. Aquí tiene la tarjeta. La espero sin falta.

Ella se limitó a asentir con la cabeza. No hacía falta hablar más. Había recibido una orden como otra cualquiera y él pertenecía al Partido. Aunque teóricamente era ilegal obligarla a este tipo de asuntos, sabía que él no tenía más que informar de incompetencia para enviarla a, pongamos, descabezar boquerones en una planta de procesamiento de alimentos o puede que a algo muchísimo peor. Eso si ella se pretendiese desaprovechar aquella oportunidad, que no era el caso.

Realmente le impresionó la vivienda. Treinta metros cuadrados para sólo ellos dos. El piso estaba insonorizado y a Tang le impresionó el silencio tanto como el espacio vacío. Además era tan bello, había tantos adornos… Incluso vio algunas porcelanas, imitaciones de la antigua artesanía china. Desde luego, aquello le resultó mucho más cálido que el estilo funcional del bloque comunal de Tang.

-Nunca habías visto tanto lujo, ¿verdad? –le dijo él, casi riéndose por el asombro que Tang no podía reprimir-. ¿Te gustan los bonsáis? Bueno, luego podrás verlos mejor. Ahora divirtámonos.

Habían bebido suficiente licor de arroz y él no quería esperar más para cumplir sus deseos.

-Como usted quiera. Espero darle placer de forma satisfactoria –respondió ella, con el debido respeto a un superior, pero él ya estaba besándole el cuello. Se dejó quitar la ropa y luego, durante el acto, jadeó lo suficiente para que él se sintiera complacido pero sin excederse.

No tardó mucho en cumplir con sus obligaciones. Veinte minutos después su jefe de departamento se levantaba muy satisfecho del futón* donde habían yacido. Se puso de nuevo el holgado uniforme y con el pie le acercó a Tang sus ropas. La miraba ahora con otra expresión, como recordando que no era más que una mestiza.

-Eres guapa, sí… Debía ser guapa tu madre. Alguna aria, seguramente rubia con ese cabello tan claro que tienes. Siempre me he preguntado por qué sois tan guapas las mestizas. Al fin y al cabo, no sois más que producto de una corrupción racial que perturba la armonía social y la separación lógica entre etnias. Hacen bien en esterilizaros.

Tang volvió la vista al suelo, casi con ganas de llorar.

-Bueno, no te lo tomes así –le dijo él, con una sonrisa y cogiéndole la barbilla-. Eres guapa y me portaré bien contigo, mi flor de loto. Quiero hacerte un regalo.

Notó el tacto del cartón en la mano. Sabía muy bien lo que era pero no se atrevió a abrir la mano hasta que dejó el piso. Vio con codicia los vales de color verde que podía canjear por algunas comodidades extraordinarias, un incentivo para los trabajadores que se aplicaban más.

Ella se lo merecía. Había servido bien al jefe del departamento y, ¿quién sabe?, quizás él mismo la recomendara al mismísimo director de planta para conseguir la simpatía de su superior.

Tang se sentía muy feliz. Su suerte había comenzado a cambiar.

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