domingo, 24 de febrero de 2008

Rey Khardam III

... Continúa la mini-saga sobre el rey Khardam y el aventurero Volgrod. Era mi intención escribir un capítulo semanal hasta el final y ojalá pueda cumplirlo. Espero que os guste.

REY KHARDAM

III

Que Khardam no fuese un rey “blando” como aquellos que buscan en los brazos de sus concubinas un refugio de los sinsabores del gobierno no significaba que le disgustaran esos placeres. En absoluto. Puede que no le satisficiese la visión de una joven desnuda de alegres caderas en la misma medida que la de un embajador rindiendo vasallaje y tributo en nombre de su país, o que el vino tampoco le embriagase como la pura sensación de poder. Pero en tiempos de paz bien estaba divertirse y buscar algo de descanso en los placeres carnales.

Esa noche habría otra orgía más y nadie podía adivinar que sería el preludio de una tragedia para toda la ciudad de Simram, cuyos habitantes dormían, ignorantes de las conspiraciones que les quitarían el sueño por mucho tiempo. Como de costumbre, Khardam había planeado disfrutar en compañía de algunos de sus servidores y, por supuesto, de las mujeres más hermosas, traídas a palacio para su disfrute. Para evitar cualquier posible contratiempo, la guardia real se mantenía alerta para que su señor disfrutara de sus orgías sin preocupaciones. Dos soldados custodiaban la doble puerta del salón de banquetes, si bien más atentos a los ruidos que venían del interior que a cualquier posible amenaza. Ambos se cuadraron en cuanto vieron aparecer a su superior.

Volgrod les miró con desaprobación pero sería demasiado cínico recriminar a sus subalternos por no estar atentos cuando pensaba traicionar al rey. Además comprendía que los soldados de la guardia real agudizaran el oído, excitados por las voces de las mujeres y sus placeres allá adentro. Incluso Volgrod pensó en su colaboradora Erminyeh, imaginando en cuáles podrían ser sus experiencias… No, no valía la pena pensar en esos placeres cuando la misma vida le iba en lo que estaba a punto de hacer.

Allá adentro la orgía había concluido. Quedaban algunas horas para el amanecer y Khardam se retiró a una instancia privada, o sería mejor decir que le retiraron, pues estaba demasiado borracho para andar por sí mismo. El resto de los participantes pasarían lo poco que restaba de noche allá donde hubieran quedado. Algunos yacían sobre cojines o las alfombras. Un gobernador yacía menos cómodamente sobre una mesa, con una bandeja bajo la nuca: sería un mal día de resaca para él y su cuello.

Como la mayor parte de la cubertería, el cáliz de Emmesu estaba volcado sobre una alfombra. No desaprovechaba ocasión Khardam para utilizar el sagrado cáliz en sus orgías, regocijándose en el sacrilegio, la obscenidad y la blasfemia, humillando a los sacerdotes que se atrevían a pensar que había algún otro poder en alnyrio que el suyo. Lo llenaba de vino hasta saciarse. Luego jugaba a arrojar su contenido a las mujeres, hasta que los velos con que se cubrían se les pegaban, translúcidos, a la piel y dejaban adivinar sus pezones... Claro que la veintena de mujeres que yacían en algún lugar de la instancia no se cubría ya con nada, ni siquiera con velos semitransparentes, totalmente borrachas y exhaustas. Todas menos Erminyeh, que había fingido beber más vino del que había bebido en realidad. Viendo su oportunidad, se incorporó y buscó algo con que cubrir su desnudez. Con sigilo buscó el cáliz y luego lo recogió con cuidado y delicadeza. Aquel objeto era la pertenencia más sagrada de los sacerdotes de Emmesu, el protector de Alnyiria, el único que podía expulsar a los malditos extranjeros que habían invadido su país.

-¿Qué estás haciendo? –le inquirió una de sus alcoholizadas compañeras, todavía consciente y con fuerzas para levantarse–. ¿No te das cuenta de que si robas algo, nos echarán la culpa a todas, estúpida?

Erminyeh no respondió y dejó que su malhumorada compañera se acercara, dispuesta a arrebatárselo pero con paso vacilante. No pudo hacerlo porque Erminyeh, mucho más sobria y despejada, le propinó un empujón que la estrelló contra la pared. A continuación le cerró la boca con la mano y la bailarina sólo pudo mirar a Erminyeh con los ojos abiertos por el horror mientras un puñal atravesaba su desnudo ombligo. Erminyeh no prestó más atención a su compañera muerta y guardó el sagrado cáliz de Emmesu bajo el manto.

Los guardias se sobresaltaron cuando la puerta se abrió y vieron aparecer a Erminyeh. La joven se dirigió a Volgrod y le cuchicheó algunas palabras al oído, fingiendo lasciva picardía.

-El deber me reclama –dijo, con una media sonrisa, a sus hombres-. He de buscar a algunas de sus amigas y traerlas hasta aquí. Khardam necesita más compañeras de juegos y más vino.

-¿Todavía no ha tenido suficiente? ¡Ja! ¡Pero si no queda más que algo más de una hora para el alba! –bromeó uno de los soldados.

Ambos guardias se sonrieron y se quedaron en sus puestos, esperando en vano a que su capitán volviera con más muchachas. No sabían que Volgrod no la más mínima intención de volver. El nórdico caminaba a buen paso por los grandiosos pasillos de palacio, con la joven a su lado, que apretaba con fuerza el cáliz. Hasta ahora todo había ido bien pero Volgrod temía que en cualquier momento pudieran detenerles antes de que alcanzaran la salida. El guerrero se repetía que era un plan imprudente pero ya no había forma de echarse atrás sin ser descubierto. Una vez que había empezado, tenía que llegar hasta el final. Salieron por fin a la calle.

La oscuridad era completa en las calles de Simram, pues Khardam opinaba que los alnyrios debían permanecer en sus casas en riguroso toque de queda durante la noche. Volgrod agradeció de veras la oscuridad. Además le permitía coger el brazo de Erminyeh, con la excusa de que no debían separarse en la oscuridad, y realmente agradecía ese roce, que hacía la noche un poco menos fría…

-¿Así que escapándote por la noche con una de las amiguitas del rey? –preguntó una voz desde la negrura de una calleja.

Volgrod se sobresaltó. Aunque apenas distinguía la silueta de un hombre, reconoció la voz de Nerdkem y mentalmente maldijo su mala suerte. ¡Realmente no esperaba encontrarse con aquel individuo en una en una ciudad tan enorme como Simram! Cuando su predecesor en el cargo se les acercó más, la tenue luz de la Luna reveló lo mucho que había cambiado. El antiguo capitán de la guardia real tenía los cabellos largos y descuidados, vestía harapos y aunque Volgrod no podía ver los ojos inyectados en sangre, sí podía sentía el desagradable y dulzón aroma del vino en el que había gastado todos sus ahorros. Nerdkem era un hombre fracasado, un despojo humano de lo que había sido un buen soldado. Ahora su único afán era rondar alrededor de palacio, pedir alguna moneda a sus ex compañeros para gastársela en bebida y buscar a Volgrod para tener su revancha. El guerrero nórdico se sintió algo culpable por la calamitosa situación de su compañero.

-Oh, gran guerrero –prosiguió Nerdkem-, déjame adivinar la gran tarea que te ha sido encomendada. ¿Buscas rameras acaso para nuestro divino reyezuelo? Yo mismo tuve que hacerlo muchas veces, tuve que escoltar a las furcias de ese bastardo de una bruja. ¿O quizás estás intentando hacerle cornudo? ¡Pero eso ya no me importa! ¡No me importa ese maldito traidor que olvidó quince años de leal servicio para echarme a la calle como un perro, a mí, que le sirvió desde que era un aspirante al trono! Reemplazarme por un maldito extranjero... Pero pienso vengarme de todos, y empezaré por ti...

-Aguarda. Reconozco que fue injusto destituirte. Pero también sabes que no fue culpa mía. Khardam no confía en nadie…

-¡Ya cállate, extranjero, y desenvaina!

Nerdkem arremetió con un sablazo y apenas sí tuvo tiempo Volgrod para desenvainar. Los sables chocaron con estrépito para trabarse y luego cada uno de los guerreros se echó atrás. Nerdkem simplemente estaba algo achispado por el vino y conservaba casi todos sus reflejos de veterano. Soltó otro sablazo, que se perdió en el aire. Luego los sables chocaron una y otra y otra vez, para estupor de toda la vecindad. Escuchaban desde sus casas el inconfundible sonido de los aceros que se buscan y se encuentran y también las destempladas maldiciones de Nerdkem, pero estaban más que acostumbrados a las riñas entre los soldados khárditas y no se abrió una sola ventana. Los que sí se presentaron fueron cinco soldados de la guardia real y no fue un encuentro casual porque Volgrod era ya el hombre más buscado en todo Simram.

-¡Nerdkem! –exclamó uno de ellos, el líder de la patrulla-. ¿Acaso te has aliado con estos traidores? ¿Has participado en el complot?

-No sé cuál es esa traición ni de qué complot me estás hablando. Pero sí sé que me dejasteis de lado en la desgracia. ¡Vosotros sois los traidores!

No mediaron más palabras y Nerdkem se volvió ahora contra sus antiguos compañeros, los mismos que le habían olvidado y a los que odiaba casi tanto como a Volgrod y a Khardam. Odiaba a todo el mundo...

Así fue que, ironías del destino, Volgrod y su enemigo se encontraron luchando codo con codo contra los que habían sido sus subalternos. Nerdkem abatió al oficial, hundiéndole hasta el fondo el sable antes de recuperarlo, ensangrentado, de entre sus costillas. Los soldados, acobardados por la muerte de su jefe, prefirieron retirarse, intuyendo que se encontraban en desventaja aunque ellos fueran cuatro y sus enemigos sólo dos.

-¡Vayámonos con rapidez, Volgrod! –intervino Erminyeh-¡Volverán con refuerzos!

-Más despacio, éste y yo tenemos que ajustar cuentas... –advirtió Nerdkem, y echó un rápido vistazo a Volgrod y su compañera, imaginando las razones que habían indispuesto al nórdico con la ley.

-¿Tanto te preocupa el honor de Khardam? Recuerda que fue él quien te destituyó y no yo.

Erminyeh quiso protestar pero se lo pensó mejor y se tragó su propia vergüenza: era mejor que aquel extranjero creyera que todo era un lío de faldas cuando lo que había en juego era mucho más que eso…

-¿No pretenderás que venga con nosotros? –protestó la muchacha.

-Claro que sí. Los tres compartimos la misma antipatía por Khardam. Ahora es un traidor como nosotros.

Hubiera querido decir lo que pensaba de aquel sucio khárdita, miembro de una raza que había sometido a su pueblo pero, al fin y al cabo, Volgrod era otro extranjero y, por otra parte, por alguna razón habían querido los dioses que la misma liberación de Alnyria estuviera en manos de extranjeros… por el momento.

¿Y quién podría comprender a un extranjero?

Llegar hasta el templo de Emmesu no fue sencillo. No resultó fácil recorrer las tinieblas de las callejas casi hasta el otro extremo de la ciudad, bien lejos del palacio, donde se hallaba el sagrado recinto. Apenas hablaban pero Volgrod sentía la hostilidad de la muchacha por Nerdkem, hostilidad que no compartía por el que parecía un oficial decepcionado que ahora entendía que la fidelidad a su rey no había tenido su merecido premio. Volgrod no podía comprender los odios entre pueblos pero sí comprendía lo que significaba el honor para un guerrero. Simpatizaba con él pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de los problemas que podría provocar el odio de los alnyrios por un guerrero khárdita.

Pero no estaba pensando en eso.

-Nos alejamos de la entrada del templo, si no me equivoco.

-¿No creerás que vamos a entrar por la entrada principal? –respondió Erminyeh, algo arisca-. Es el primer lugar donde deben haber enviado patrullas de vigilancia.

-Tienes razón… ¿Entonces? –preguntó el guerrero, comprobando que los muros que rodeaban el templo eran demasiado altos para trepar por ellos.

La muchacha no respondió porque para entonces ya estaban muy cerca de su destino. Un hombre les esperaba, embozado con su oscura túnica de tal forma que se le habría confundido en la noche con el mismo muro en que se apoyaba. No era otro que Andiasat, sacerdote de Emmesu y el hombre de confianza del sumo sacerdote.

-¡Os he esperado durante horas! Supongo que traéis el cáliz con vosotros…

-Sí, lo tenemos.

-Bien…

A continuación les mostró una entrada oculta en el muro, tan perfectamente camuflada que Volgrod intuyó algún tipo de hechicería.

-Ahora deberéis ocultaros y esperar a que regrese. Sé de un lugar dónde podréis estar seguros hasta el momento del pago…

-¿Esperar? ¿Piensas que voy a pasearme por una ciudad donde, dentro de muy pocas horas, puede que ni una rata pueda corretear sin ser interrogada? –preguntó un más que suspicaz Volgrod-. Sin duda estás bromeando, porque esto no es lo acordado. Me prometiste ocultarme en tu templo.

-Extranjero, tras este muro se halla el lugar más sagrado de Alnyria, el auténtico corazón en el que ningún extranjero puede penetrar. Y ella… bueno, ella tampoco puede.

No hizo falta que dijera más para que Volgrod supiera qué pensaba el sacerdote de su compañera: no era más que una prostituta para él y la despreciaba casi tanto como Volgrod le despreciaba a él.

-Soy extranjero pero no estúpido. No me quedaré fuera y no dejaré que ella te dé el cáliz. Entraremos todos o no hay trato.

Volgrod no necesitaba hablar demasiado para ser persuasivo. Su voz resultaba tan convincente como el sable que pendía de su cinturón.

-¡De acuerdo, terco extranjero! Pero no esperes entrar en el mismísimo corazón del templo... ¡Pero sois tres! ¿Quién es ese tipo que os acompaña? ¡Sagrado Emmesu, parece un khárdita por sus facciones!

-Lo es, y también un hombre que fue injustamente castigado. Él viene conmigo.

-¡Un khárdita en el templo! ¡Pero sea! Ahora, Erminyeh, dame el cáliz.

El malhumorado sacerdote tan sólo se contuvo de maldecir a todos los extranjeros porque estaban entrando en el lugar más sagrado, allá donde moraba el alma del dios Emmesu. Sólo mentalmente los maldijo y les deseó todo tipo de males.

sábado, 16 de febrero de 2008

Rey Khardam II

REY KHARDAM


II

Y de esta manera ascendió Volgrod al puesto de capitán de la guardia real de palacio. Cubierto con una resistente coraza de placas de bronce, un sable de dorada empuñadura en vaina de plata y la capa azul oscuro flotando alrededor de las hombreras, se acrecentaba la imponente presencia del guerrero llegado desde el Norte. Bien se advertía que era de noble linaje y estaba acostumbrado a llevar galas semejantes. Recordando esos viejos tiempos, en los que había sido un aristócrata de cota de anillos de acero como las que elaboraban los herreros de su país, se sonrió para sí mismo por el cambio. Nunca hubiera imaginado que algún día sería mercenario para un rey meridional.

Ascendido de grado y sueldo, abandonó el barracón de los soldados para disponer de una vivienda propia, con tres pulcras y amuebladas habitaciones y algún que otro pequeño lujo, todo a costa de la tesorería real. A esto añadamos un respetable salario, porque nadie sensato regatea a la hora de pagar a sus guardaespaldas...

También consiguió el respeto de sus hombres, aun siendo un extranjero en un país tan afectado por la xenofobia. Pero acostumbrado como estaba a hacerse obedecer y a mandar por sus soldados y sus subalternos, supo hacerse obedecer y respetar. Por todos salvo por un tal Nerdkem, su predecesor en el cargo, que ahora se veía degradado sin motivo y a las órdenes de un mercenario extranjero que había caído en gracia a su rey. Las relaciones, malas desde el principio, pronto fueron imposibles. Bien sabía Khardam que las tensiones entre los subalternos pueden evitar que conspiren entre ellos. Ciertamente tenía que reconocer Volgrod para sí que había sido una decisión injusta porque su predecesor parecía un veterano curtido y capaz, con muchas agallas. Hubiera preferido que la relación entre ellos fuera mejor pero el khárdita era tan orgulloso como él y no disimulaba su hostilidad. Nerdkem, que había sido un soldado disciplinado como pocos, se dejó consumir por el resentimiento hasta el extremo de llamarle sucio extranjero delante de los demás miembros de la guardia real. Aquello fue demasiado para Volgrod, que había tratado de ser paciente. Salieron los sables de sus fundas y Nerdkem luchó con obstinación pero también con el cegamiento de la ira. El nórdico evitó sus mandobles y acabó desarmándole y dictándole sentencia mientras acercaba el filo al cuello del khárdita:

-Ya no hay lugar para ti en la guardia real. No me obligues a matarte y márchate. Quedas expulsado de este cuerpo.

Volgrod le perdonaba la vida, aun sabiendo que acababa de ganarse un serio enemigo, un hombre que valoraba demasiado su honra como para olvidar. Tampoco podía reprochárselo: él mismo era también hombre de honor, incapaz de olvidar una injusticia. Le comprendía demasiado bien.

A partir de entonces fue respetado sin fisuras por sus hombres pero no se ganó su simpatía. Los extrovertidos y meridionales esteparios sabían que con ese nórdico de carácter reservado y melancólico no podía bromearse ni hacer amistad alguna. A los apasionados khárditas les resultaba extraño aquel mercenario por cuyas venas corría la sangre tan fría como el hielo de las montañas.

El principal entretenimiento de Volgrod en su tiempo libre era beber en uno de los muchos establecimientos de Mishram, la capital de Alnyria, lejos de la compañía de sus subalternos. Por cierto que Volgrod prefería las tabernas del lejano Norte, donde los hombres se sentaban en taburetes de madera para beber en silencio y, si acaso, hablar de las cosas de la guerra. La cerveza tibia sabía mejor al calor de la leña del hogar. En el Sur, en cambio, el especiado vino se bebía en un bullicioso hervidero de sensaciones: el vocerío de los parroquianos; la embriagadora música del laúd y del oboe; los penetrantes aromas de la carne y de las salsas especiadas; la lujuriosa vista de las muchachas que bailaban apenas vestidas... Al nórdico le costaba aislarse entre sus recuerdos en medio de esta confusión pero lo intentaba. Sentado en un tosco asiento de piedra, apoyaba los codos en la encimera y fijaba la vista en el vaso de arcilla lleno de vino, pues la cerveza no era apreciada en aquellas latitudes.

Afortunadamente, nadie le molestaba. Su mirada imponía respeto y también el sable que portaba, que por muy ornamentada que estuviese la vaina todos intuían que no era sino un formidable instrumento de muerte en sus manos…

-¡Hola, amigo! No eres de aquí, ¿verdad?

Se había equivocado, había alguien que sí se atrevía a molestarle, y se volvió para mirar al estúpido que le molestaba. Vio el rostro de un hombre maduro casi calvo y con largas patillas canosas. La gangosa voz de borracho no contribuía a mejorar su apreciación de aquel poca cosa. Ni siquiera respondió cuando ese individuo comenzó su monólogo sobre una esposa malhumorada y las desdichas insufribles de los hombres casados que apenas pueden ganarse el sustento.

Para su desgracia, el hombrecillo le buscó noche tras noche para hablarle de él, aunque Volgrod apenas si le respondía con monosílabos y alguna que otra palabra suelta.

-¿Qué hay, amigo? ¿No me invitarás a algo de vino? –Y Volgrod, por no sentirle más, cedía y le invitaba, aun sabiendo que a continuación empezaría un interminable monólogo. ¿Pero quién sabe si en realidad Volgrod se sentía solo y deseaba inconscientemente esta curiosa compañía?

-Amigo mío, tú y yo somos iguales –decía a Volgrod, como si pudiera haber algún parecido entre aquel hombrecillo y el nórdico de brazos como troncos de árbol-, dos solitarios incomprendidos que beben porque nadie nos entiende. Ah, pero seguro que tú no tienes una mujer como la mía… Tú debes tener a todas las mujeres que quieras. Seguro que ese exótico cabello rojo y esas espaldas pueden hacer derretirse a cualquier mujer por ti. Yo, en cambio, no soy más que un pobre artesano. Apenas puedo divertirme de cuando en cuando con alguna otra mujer por dinero y olvidar a mi adorada mujer. ¡Mi esposa no me quiere, siempre me está regañando, diciendo que si me gasto la paga en la taberna…!

Así eran los monólogos de borracho que Volgrod soportaba con estoicismo, sin hacer un comentario.

Una noche, habló el hombrecillo:

-Esto no es vida, amigo. Mi mujer no me quiere ya y pretende que deje de beber. Las bailarinas sólo bailan para mí cuando tengo monedas que darles. Khardam oprime al país con sus impuestos y sus maldades gracias a esos malditos mercenarios khárditas suyos. Hasta el día en que Alnyria sea finalmente liberada...

Estas observaciones sobre política sacaron a Volgrod de su ensimismamiento.

-No deberías hablar sobre temas tan peligrosos. Es mejor que un hombre sencillo como tú beba y hable de mujeres o de cerveza, pero no de política. Es un consejo que te doy… como amigo.

Era la primera vez que Volgrod dedicaba varias frases seguidas al hombrecillo, y éste le sonrió.

-Que seas capitán de la guardia real no te obliga a vigilar la opinión que tenemos los alnyrios sobre el tirano.

Esto lo susurró en voz muy baja, para que solamente escuchase un sobresaltado Volgrod. Luego sonrió, pero no con una mueca estúpida de borracho, sino con astucia.

-¿Quién eres realmente? ¿Qué pretendes de mí? –le inquirió Volgrod, cada vez más receloso.

-Mi extranjero amigo, estas cosas es más conveniente discutirlas en privado. Khardam tiene espías por todas partes… pero eso deberías saberlo bien estando a su servicio.

-Está bien. Hablemos en privado.

Hablaron en uno de los habitáculos reservados para los adictos a las hierbas alucinógenas. En medio de la estancia había una mesa y sobre ella un samovar para hervir la infusión de hierbas. Eran muchos los que gustaban de respirar los dulces vapores y aunque el samovar estaba apagado permanecía el penetrante aroma, que no agradaba a Volgrod. Lo importante es que pudieran hablar en intimidad, interrumpidos sólo por el sonido de un oboe cadencioso, una dulce compañía que tanto apreciaban los drogadictos en su “viaje”. El falso borracho agarró una cadena que llevaba al cuello y tiró de ella para extraer un medallón, oculto bajo la túnica, que mostró a Volgrod.

-¿Reconoces este símbolo?

-Así lo creo… Si no me equivoco, lo he visto en los muros que protegen el sagrado recinto de Emmesu, dios de los alnyrios. Y tú debes ser uno de sus adeptos.

Algo había aprendido Volgrod del país de Alnyria y sabía que los alnyrios, politeístas como la gran mayoría de los pueblos civilizados, sentían un especial respeto hacia Emmesu, el protector de la antigua dinastía que había gobernado Alnyria hasta la primera gran invasión extranjera.

-No has perdido el tiempo averiguando cosas de nosotros, extranjero. Yo soy más que un adepto, soy uno de los sacerdotes del divino Emmesu, protector de Alnyria y dios principal para los auténticos alnyrios. Estás hablando con Andiasat, el hombre de confianza de Menes, nuestro sumo sacerdote.

>> Aunque sé que poco te importa, extranjero, sabe que muy pronto llegará el día en que Alnyria se vea libre de los invasores khárditas y de su dios escorpión, sobre el que escupe el sagrado Emmesu.

La voz del sacerdote enronquecía por el odio al hablar. Volgrod escuchaba con atención, sin más expresión en el rostro que los labios fruncidos.

-Quizás sepas también, extranjero, que Alnyria celebra cada año la Renovación de Emmesu, en el equinoccio de primavera, para que el buen dios nos bendiga y proporcione abundantes cosechas. El pueblo se congrega en la plaza que hay ante el sagrado recinto para admirar al sumo sacerdote y sus acólitos. En el momento culminante, el sumo sacerdote inclina el Caliz de Emmesu hasta que se derrama la sangre del mismo dios, y sin embargo nada queda de ella sobre la plaza…

-No tengo el gusto de conocer con detalle vuestro folclore y preferiría saber adónde queréis ir a parar, sacerdote Andiasat

El sacerdote, claramente irritado por la palabra “folclore”, continuó como si no hubiera oído el impertinente comentario.

-… Pero he aquí que nuestra más sagrada reliquia está en manos de Khardam. Ese ladrón extranjero la emplea como una vulgar copa en sus orgías para emborracharse, consciente de cómo nos ofende de esa manera, pues odia y teme a la Iglesia de Emmesu, el único poder que defiende a Alnyria frente a los extranjeros. Y aquí necesitamos tu ayuda, Volgrododt.

Pronunció el nombre con cierta dificultad, como Khardam aunque con diferente acento. La primera conclusión a la que había llegado Volgrod es que aquel hombre le gustaba mucho más cuando no le creía sino un borrachín inofensivo.

-No pretenderás que arrebate el cáliz a Khardam como quien le quita un juguete a un niño…

-Eres capitán de la guardia real y eso te permite casi todo en palacio. Además no estarás solo. Tendrás la ayuda de otro infiltrado, o sería mejor decir infiltrada. Entra, Erminyeh.

Se corrió la cortina de la entrada y apareció una mujer. A pesar de la amplia capa con que se cubría de pies a cabeza se advertía que era alta y esbelta. Al caminar también se advertían unas largas y esbeltas piernas de bailarina. El rostro joven, los labios carnosos y los ojos negros como carbones también captaron la atención de Volgrod por una mujer que parecía difícil de olvidar. Mirando con recelo a Volgrod, se arrodilló ante el sacerdote para besarle las manos antes de tomar asiento.

-Erminyeh baila en palacio. Es alnyria y adepta de Emmesu. Ella conseguirá el cáliz y tú la ayudarás a salir de palacio aprovechando tu cargo. Luego llegaréis hasta los muros del recinto sagrado y allí os abrirán alguna de las entradas secretas del templo. Gozaréis de protección y asilo, y tú, extranjero, serás recompensado de forma que puedas abandonar Alnyria y tener un exilio dorado.

-Qué sencillo parece tal como lo cuentas…

Todo el plan parecía excesivamente fácil a Volgrod pero sabía muy bien que Khardam buscaría a los culpables para que sufrieran un castigo terrible, más espantoso aun para un subalterno traidor. Le estaba proponiendo arriesgar una desahogada posición en palacio por un plan mucho más peligroso de lo que pretendía hacerle creer. Pero también sabía que el clero de Emmesu no olvidaría una negativa y que sabía demasiado para que le dejaran marcharse sin más. Por otra parte no se sentía comprometido con Khardam, un rey sin honor que había llegado al poder con la traición y que sólo recompensaba a sus servidores en la medida en que resultara útil para sus planes y hasta que decidiera prescindir de ellos sin más.

Despreciaba al cruel khárdita tanto como a los fanáticos sacerdotes de Emmesu y aquel Andiasat no había mejorado su opinión del clero. En cuanto a la muchacha, que permanecía en respetuoso silencio, el sacerdote ni siquiera la miraba de refilón. Intuía Volgrod que ella era una verdadera creyente pero que Andiasat no la consideraba más que una ramera que se vendía a los hombres por dinero y a la que no valía la pena mirar como la cosa inmunda y pecaminosa que era. Sintió Volgrod aún más repugnancia por el sacerdote y pensó otra vez que le agradaba mucho más cuando no le parecía más que un alegre borracho.

Pero no iba a dejar que antipatías personales le condicionasen a la hora de hacer negocios y él era hombre de decisiones rápidas.

-Necesito conocer más detalles, sacerdote….

martes, 12 de febrero de 2008

La alegría de morir matando

Esta vez traigo un relato algo fuerte por el tema... En fin, espero que guste el tema.


LA ALEGRÍA DE MORIR MATANDO

Matar, matar, matar y volver a matar, matar, matar y volver a…

No voy a insistir más, porque creo que ya habrán pillado la idea, el concepto de lo que es mi vida. Vivo para la única certeza absoluta en la vida de todo ser humano: su irremediable final. Porque la vida no es más que un accidente, un anómalo paréntesis en un universo que está prácticamente muerto. Millones de planetas orbitando alrededor de las estrellas y es posible que no exista la vida en uno de cada mil… Lo leí en una revista y aunque no soy científico y no entiendo de estas cosas, les invito a que piensen en ello. Reflexionen y piensen un poco por ustedes mismos para variar.

Pero voy a decirles algo para lo que no hace falta ser científico sino tener un poco de cabeza: la vida es la gran putada, una broma de mal gusto. Sé de lo que hablo.

Decid lo que queráis. Hablad de lo maravillosa que es la vida, del amor y de la amistad, de las ilusiones, de los placeres, del sol que brilla y de los niños que cantan bajo el arco iris… Estupideces. He visto morir a demasiada gente para engañarme con semejantes cursilerías para idiotas. Algún día os llegará la muerte y entonces gemiréis de terror. Cuando la vida se os escape como el aire que sale de vuestros pulmones, entonces veréis todos vuestros sueños como lo que realmente fueron y os parecerán tan estúpidos que no podréis entender cómo pudisteis creer en ellos alguna vez. Odiaréis a vuestros seres queridos hasta la nausea porque ellos seguirán viviendo cuando de vosotros no quede ni el recuerdo. Querréis llevaros el mismo mundo a la tumba con vosotros pero comprenderéis vuestra insignificancia. Sobre todo, lo más importante es que desearéis no haber nacido jamás para sufrir tanto, cuando sepáis que no sois más que arena escurriéndose entre los dedos de Dios…

Allá vosotros si queréis vivir con vuestras mentiras. Ayudando a otros a abandonar este valle de lágrimas me preparo para mi propia muerte porque sé que la muerte es el final de la vida y también su sentido. ¡Qué terrible paradoja!

Quizás ahora comprendáis por qué hago lo que hago…

Recuerdo a una de mis víctimas. Nada especial en principio: un empresario que había cometido el error de hacer negocios equivocados con personas equivocadas y tomado la decisión, más equivocada todavía, de no cumplir con sus obligaciones con la rapidez necesaria. A mi lado estaba “el Charro”, un tipo regordete y vulgar, pero gracioso no obstante. Él llevaba el volante mientras yo cargaba mi pistola.

Le vigilamos desde el coche mientras bajaba de un bonito Audi. De la mano llevaba a la que debía ser su hija, una niñita de unos seis o siete años. Fue muy tierno cuando la cogió en brazos para darle un beso. Conmovedor y también estúpido, muy humano.

Ocurre que yo también soy humano y estúpido y me enternecí. Esperé a que la niña entrase en la escuela antes de bajarme del coche. Fue muy fácil acercarme a él por la espalda sin que se diese cuenta. Sonreía cuando le reventé la nuca…

No le compadezcan porque tuvo mucha suerte. Vivió feliz hasta el instante final, sin conocer la angustia de la muerte que nos lleva sin preguntarnos. Murió con una sonrisa en los labios y un pensamiento de amor sincero y puro. ¡Hombre afortunado! Yo mismo le envidio. ¿Cómo podría no envidiarle si sé que algún día moriré con el pecho atravesado y desangrándome como un cerdo o con las costillas rotas después de una paliza fenomenal? Los detalles no importan mucho. Vosotros también moriréis, quizás de forma más tranquila, en la sala de un hospital. Pero moriréis gimiendo, con un último pensamiento de odio, igual que yo, odiando todo lo que ahora os parece bueno y hermoso.

-¿Sabes? Creo que he hecho mi buena acción del día –le comenté al “Charro” más tarde, ya en el coche.

Aunque estaba quitándome las salpicaduras de sangre de la cara con un pañuelo, noté que me miraba con extrañeza.

-¡Buena acción del día dice! ¡Si le has reventado la olla, cabrón!

-Tan sólo adelanté la muerte inevitable y le ahorré sufrir…

-¡Capullo! ¿Y su hija? ¿No crees que sufrirá?

Sonreí con algo de condescendencia. Sabía que iba a decirme eso. ¿A que vosotros también habéis pensando en ello?

-Su hija crecerá y vivirá con el mayor amor a su padre. Le recordará como un ser bueno todos los días de su vida, desde hoy hasta el último. Piénsalo. De haber vivido, ella le hubiera olvidado al hacerse adulta. Conocería a otros hombres, tendría sus proyectos y su propia vida, en la que su padre acabaría no siendo más que una visita obligada por navidades y poco más que un incordio. Ahora recordará para siempre al hombre que la quiso más que ningún otro…

Me había emocionado, lo confieso. Me sentía bien conmigo mismo por haber hecho algo realmente bueno. Permanecimos en silencio un rato pero mi colaborador no podía estar mucho tiempo callado.

-¿Sabes de que me acuerdo? De aquel tío al que le hice un agujero en la cabeza. ¡Se podía ver a través de ella!

Solté una carcajada.

-¡¿Pero qué gilipollez me estás contando?! Si le agujereas a un tío la cabeza, los sesos se desparraman y tapan el agujero. Es imposible que quede el hueco… ¡Es un hecho científico!

-Tú di lo que quieras pero yo te digo que podías mirar por la cabeza de ese tío como si fuese la mirilla de una puerta.

-Jajaja, a veces pienso que tendrías que dedicarte a escribir esas historias que cuentas, como esos autores aficionados de Internet. Seguro que ganabas el puto premio Planeta… ¡Eso si supieras escribir tu nombre!

-¡Vete a la mierda! –me dijo, pero sin parar de reír, casi pensé que íbamos a estrellarnos de tanta carcajada como dábamos los dos.

Supongo que estos momentos hacen que la vida sea algo más soportable. No era tan mal tipo el Charro, a pesar de su grasienta cara de mierda. Sólo decía gilipolleces el muy anormal pero sabía decirlas con gracia y eso tiene su mérito. Sí, el mundo perdió un gran humorista el día que le metí un cuchillo entre las vísceras.

***

Se me ocurren muchos motivos para matar y ni uno sólo para perdonar la vida que no sea la propia debilidad. Soy sincero cuando digo que nunca podría quitarle a un ser humano la inmortalidad… Si yo supiera que mis víctimas vivirían para siempre de no ser por mí no podría hacer algo tan espantoso. Tengo mis principios y si les cuesta comprenderlos, se pueden ir a tomar por el culo porque creo que lo que digo es razonable e inteligente. Yo no hago más que adelantar lo inevitable, ¿tan difícil es de entender eso? ¿Tan duras son sus molleras?

Siempre que mato a otro ser humano, siento también una grandísima curiosidad por saber qué siente, por descubrir qué puede haber en ese último instante que precede a la muerte.

Es increíble cómo los seres humanos pueden aferrarse a sus vidas. No hago más que pensar en el tipo al que eliminé anteayer. ¿Cómo podría definirlo? Quizá diciendo que era la última bazofia de la tierra. Imaginen a un drogata de mierda con las mejillas chupadas, el rostro demacrado, el cabello sucio, tan asqueroso todo él, en fin, que hubiera preferido chupar un escupitajo del suelo a darle la mano.

¿Qué tipo de vida podía tener? Sin familia ni amigos, malviviendo en una pocilga, sin más anhelo que algo que meterse por la nariz o por la vena con una jeringuilla usada.

Pero quería vivir. Tirado en el suelo, gemía y suplicaba vivir mientras le apretaba con el pie el pecho. Tenía su gracia verlo mover los brazos y piernas mientras lloriqueaba, sin atreverse a tocarme porque sabía que, de haberme arrugado el pantalón siquiera, lo hubiera matado de un balazo sin pensármelo. Pensé en un escarabajo panza arriba, una cucaracha intentando ponerse de pie, revolviendo las patas como un gilipollas. Igual de asqueroso.

-¡Por favor, tío! ¡No me mates, no soy más que un drogata de mierda! ¡No te he hecho nada!

Me aburría pero también sentía curiosidad.

-¿Qué sientes ahora que vas a morir? –le pregunté, y me miró con cara de subnormal, incapaz de entender.

-¡Tío, te lo suplico! ¡No me mates! ¡Perdóname! ¡Haré lo que quieras!

Solté un bufido de fastidio. Le apreté más con el pie, pisándole casi en el cuello. No tenía más que pisotearlo y chafarlo como a una cucaracha.

-¿Qué es la muerte? –le insistí.

No sé si me comprendió pero se transformó entonces. Dejó de suplicar y su lamentable rostro dejó de gesticular y pareció casi digno. Lo que vi entonces no era cobardía pueril sino comprensión de que todo había terminado para él. ¿Comprendió que su vida no valía lo que un klinex, que no me importaba más que una mierda de perro?

Recuerdo esos ojos. No puedo olvidar esos ojos llorosos y con venillas rojas brillando de una manera extraña. Miré en ellos y la vi… Dios, me sobrecojo recordándolo. Vi la sombra de la propia muerte reflejada en sus pupilas.

-¿Qué es la muerte? –pregunté de nuevo.

No me contestó y no creo que pudiera explicármelo. Le apreté el cuello con el pie hasta que se asfixió pero el brillo de la muerte permanecía en sus cadavéricas pupilas cuando abandoné su cadáver… Sí, ese capullo de mierda sabía algo que yo quisiera saber antes de que llegue mi momento. Daría cualquier cosa por saberlo antes.

***

Estoy confuso. No puedo entender nada y tengo miedo como jamás lo he tenido en la vida. Todavía no puedo creer que me esté pasando.

-Le digo que es imposible –le insistí, resistiéndome a creerlo-. Tiene que haber algún error, doctor.

-Lo siento pero el análisis es concluyente: no hay duda de que se trata de cáncer. Lo siento por usted.

Se lo tomaba con mucha calma el muy hijo de puta, tanta que me dieron ganas de darle una lección allí mismo y dejarle un poco de trabajo extra a quien se encargara de la limpieza del hospital... No, no valía la pena. Al fin y al cabo, yo sentía la misma tranquilidad a la hora de liquidar a mis víctimas y no había tanta diferencia entre él, un médico, y yo, un asesino a sueldo. Ambos hemos hecho de la muerte una vocación y matar es nuestro oficio, sólo que yo lo hago más rápido y mejor.

¿Pero cómo podía ser aquello? Hubiera querido explicarle que los tipos como yo no morimos de cáncer. Morimos atravesados por una bala, apuñalados, envenenados o, en fin, de alguna forma que resulte entretenida. No me asusta morir así, ya me he jugado el pellejo muchas veces y sé lo que es una bala metida en la carne, pero sentir que la vida te abandona mientras agonizas en la soledad de un hospital durante meses, impotente… Sé que nadie irá a visitarme cuando mi vida se apague. Ni siquiera habrá entierro. Yo quiero morir mirando a mis enemigos a los ojos, odiando con todas mis fuerzas, no lloriqueando en un hospital mis penas como una patética nenaza.

De nuevo pienso en aquel empresario al que liquidé. ¡Qué suerte la suya! Vivió sin pensar en la angustia de la muerte y ésta se la llevó un día, simplemente. Así es como quisiera morir yo pero no dejo de pensar en la muerte que ya ha empezado. Me falta el valor imaginando mi muerte. Moriré como un puto perro en un hospital, echado en una cama sin fuerzas, arrastrándome ante cualquier médico de mierda para suplicarle esperanza, llorando…

Oh, Dios, me da diarrea sólo de imaginarlo. Esto no puede acabar así, esa zorra que es la muerte no se saldrá con la suya.


***

Tomé la decisión más importante de mi vida. Decidí que tenía derecho a una muerte digna y que iba a morir mirando a la muerte a los ojos, luchando hasta el final.

Rechacé someterme a quimioterapia.

En vez de eso decidí que iba a morir con la pistola en la mano, haciendo algo digno de ser recordado. Iba a pescar un pez verdaderamente gordo, uno de ésos que nadie que no tuviese algo de perturbado mental intentaría pescar. Pero no tenía nada de perder y sí bastante de perturbado mental.

Y allí estaba yo, soportando con paciencia un soporífero discurso mientras observaba todos los detalles de mi alrededor.

-Porque sólo desde el marco de la legalidad y siempre con los instrumentos del Estado de Derecho podremos conseguirlo…

Todos empezaron a aplaudir y yo también aplaudí un poco por disimular, apretando las mandíbulas con fuerza para reprimir un bostezo. Nunca había imaginado que fuera posible aburrirse tanto. Me di cuenta de que el que estaba a mi lado dormitaba y sólo despertaba cuando oía los aplausos para unirse al entusiasmo general.

Indiferente a la mierda del discurso, mi interés estaba en los policías, bien situados alrededor del jefe para que su presencia no perjudicase su imagen ante las cámaras. Mi esperanza era pillarles desprevenidos ante un ataque suicida, y actuar con rapidez. Quería morir haciendo algo grande y lo conseguiría. Lo que me preocupaba es que no tendría tiempo para apuntar al candidato. Sólo podía confiar en mi magnífica puntería pero, acabase con él o no, daría que hablar.

-… Conseguir un Estado de Bienestar, justicia, solidaridad… Legalidad… Equidad… Convexidad…

No tenía nada en contra de aquel hombre –la política me la sudaba- pero aquello empezaba a ser algo personal. Le había elegido simplemente porque era un pez gordo pero cada vez tenía más ganas de terminar con aquella letanía. O actuaba con rapidez o acabaría tan sobado como el tipo que se sentaba a mi lado.

-Competitividad… Constitucionalidad… Barbaridad…

Demasiado para mí. Decidí que era entonces o nunca. Mientras la muchedumbre aplaudía todo lo que decía el hombre que no iba a ser presidente, me levanté e hice como si fuera a marcharme.

Saqué la metralleta oculta al tiempo que me volvía. Una verdadera maravilla por lo pequeña y manejable y fabricada en España. Oí un chillido. Aunque manejable, no era la mejor arma para apuntar pero disparé con rapidez… y acerté el blanco más importante de lo que me quedaba de vida. El hombre que, definitivamente, no iba a ser presidente cayó fulminado.

Lo había hecho tantas veces que ahora lo hacía sin pensar, sólo por instinto. Disparé a quemarropa a los prosélitos que tenía más cerca de mí y unos cuantos más quedaron heridos o muertes. Se desató el terror. Corrían a toda prisa, pisoteándose, tropezando con los asientos.

Olvidé a la multitud. Un policía me estaba apuntando y me hubiera disparado de no ser yo más rápido que él. En ese momento sentí algo que había sentido ya antes, una bala atravesándome de parte a parte como una loncha de queso.

Me agaché, buscando refugio detrás de unos asientos, sintiendo la sangre húmeda de una pierna. Pero era demasiado importante lo que estaba haciendo como para preocuparme por una hemorragia. Me asomé un instante y disparé otra ráfaga. Creo que acerté al tipo con gafas, un político, que acompañaba al hombre que pensaba que sería presidente.

Sentí más impactos en mi cuerpo y caí de rodillas al suelo. Pero si creían que era suficiente para acabar conmigo se equivocaban. Disparé y otros dos policías cayeron. Solté una carcajada de alegría porque iba a morir como siempre había querido: matando.

Nunca me había sentido tan vivo

Cuando caí por fin al suelo, desangrándome a través de los cuatro nuevos orificios (¿o eran cinco?) que tenía mi cuerpo, entonces la vi. Oía chillidos y gritos pero todo lo que ocurriera en ese mundo me daba igual.

La estaba viendo. Por fin contemplaba a la muerte en todo su esplendor. Reí como un niño porque no sé si la había imaginado como la parca con su guadaña pero nunca la hubiera imaginado así... Esa zorra era algo inimaginable… Era…

Pero creo que será mejor que lo descubráis por vosotros mismos.

domingo, 3 de febrero de 2008

Rey Khardam I

REY KHARDAM


I


Viejos, muy viejos son los países del Sur, pues mientras el Norte invernaba aún el profundo sueño glaciar y cubríanse la mitad de esas tierras de hielos permanentes, los reyes levantaban imperios y ciudades allá en el Sur y se hacían recordar por las generaciones venideras erigiendo tumbas y templos tan enormes como colinas.

Ya entonces el gran río Alnyr, que da nombre a la nación de Alnyria, descendía por entre las praderas hasta el océano y los alnyrios edificaban muchas ciudades en sus riberas. Era el anyrio un pueblo civilizado e industrioso, que había sabido aprovechar el agua para tornar los secanos en regadíos y arrebatarles así los pastos a los pastores de la estepa.

Mas tuvieron su oportunidad los rudos esteparios y montañeses de vengarse de sus vecinos más prósperos. A menudo cayeron en hordas sobre ellos, y no se conformaron con llevarse su grano y sus mujeres sino que acabaron gobernándolos como sus reyes. Porque en este mundo prima la ley de la fuerza y lo que el débil consigue con su paciencia y trabajo mañana no ha de ser más que botín para el más fuerte.

Hacía mucho que el pueblo alnyrio era gobernado por linajes extranjeros. Desde el mítico reinado de Amnoasar, más de veinte mil años atrás, un pueblo u otro, siempre extranjero, había invadido el país y entronizado a su caudillo. Entonces comenzaba una nueva dinastía que, a medida que los reyes y sus notables se ablandaban, recostados sobre mullidos cojines y alfombras y oyendo el tañido del laúd y los cantos de las concubinas, decaía hasta que era sustituida finalmente.

En el momento de esta historia reinaba sobre Alnyria el rey Khardam, y no se trataba, en absoluto, de uno de esos reyes débiles y pusilánimes que se refugian en la tranquilidad del palacio, evitando las preocupaciones de la política y las amarguras de la guerra. Muy al contrario, se trataba de un hombre astuto y enérgico, quizás demasiado enérgico para muchos, y los cronistas le citaron luego como Khardam el Grande pero sus súbditos le habían llamado desde el principio Khardam el Sanguinario.

Demasiado largo sería relatar, siquiera describir, los hechos de este notable monarca, que han quedado además registrados en las crónicas para quien quisiera consultarlas. Mejor abreviaremos y empezaremos diciendo que su madre había sido una bruja de la estepa, una muchacha que sabía invocar a los demonios y que estaba destinada a permanecer siempre virgen. Pero fue capturada y sedujo al rey Khortah por su belleza, que no por la voluntad de ella de convertirse en su concubina. Precisamente le excitó al rey este rechazo. Forzarla fue un gran placer para él.

No volvieron a yacer juntos, y Khortah la olvidó en algún rincón del harén, como a tantas otras. Pero fue suficiente una vez para depositar el germen de su propia destrucción en el vientre de la muchacha. El consuelo y la venganza de Ebylysa, así se llamaba, ella lo encontraría en su hijo Khardam. Supo despertar en él el fuego de la ambición, y cuando el muchacho abandonó el harén se sentía muy seguro de hasta dónde quería llegar.

De lo que ocurrió hasta que se sentó en el trono del padre al que asesinó diremos tan sólo que antes hubo de conspirar hasta que cuatro de sus hermanastros, sus más próximos rivales por el trono, estuvieran muertos. Luego regresó al harén, ahora como dueño y señor, y acabó con el resto de los hermanastros, no importaba cuán jóvenes fueran. Tampoco perdonó a las madres que pudieran guardarle rencor, ni siquiera a las embarazadas, y únicamente conservó a las jóvenes cuyos vientres no habían concebido todavía. En cuanto a su madre, le concedió todos los honores y se convirtió en una mujer poderosa que habría podido someter a un hijo más débil de carácter.

Pero no bastaba a Khardam con ser rey de la próspera Alnyria. Hasta su muerte, luchó por expandirse y hasta al mismo Norte llegó su sombra. Alnyria nunca fue tan poderosa, ni tan oprimida, como durante su reinado, y no habría de volver a serlo.

Al noreste del río Alnyr, en la costa, se encontraba el pequeño reino de la ciudad estado de Ehdar. Prosperaban sus habitantes cultivando las viñas y los campos de cereal, pescando en el mar y, sobre todo, comerciando con los pueblos del norte. Nuestra historia empieza realmente cuando un buen día, malo para los habitantes de Ehdar, el ejército del rey Khardam fue avistado desde sus murallas.


***


La superioridad del ejército invasor resultaba evidente hasta para el más fervoroso de los patriotas de Ehdar. La infantería de las levas alnyrias formaba el cuerpo más numeroso del enemigo pero las tropas de mercenarios eran algo más que cuerpos auxiliares: Khardam sabía que esos eficaces guerreros le otorgaban una aplastante ventaja.

Había entre ellos jinetes de la estepa, rápidos con el sable; duros y primitivos montañeses; arqueros venidos desde las selvas del sur, con las orejas perforadas por grandes anillos de oros; lanceros de piel de ébano altos y semidesnudos… Incluso se decía que Khardam quería incorporar semihumanos a su ejército. También había mercenarios del Norte, pero éstos eran muy minoritarios…

No se plantearon la rendición, sin embargo, las gentes de Ehdar, y eligieron prepararse para un largo sitio. Como la ciudad se encontraba en una península, con fuertes murallas rodeando el único lado accesible por tierra, pensaron que podrían derrotar al rey alnyrio por puro aburrimiento. Se equivocaron: Khardam sabía esperar y esperó, si bien cada día que se vio obligado a permanecer en su tienda su ira crecía y se prometía a sí mismo una venganza más sanguinaria para con la desdichada Ehdar.

Khardam ganó el pulso y un día los hambrientos y desesperados habitantes de Ehdar no aguantaron por más tiempo y salieron dispuestos a luchar hasta la muerte. Sabían que la rendición no era una alternativa porque su enemigo no respetaría ningún tratado que luego le perjudicase cumplir. No podían confiar en la palabra de un rey traidor y canalla.

Así pues, las puertas de la ciudad se abrieron y por ellas salieron los guerreros de Ehdar. No tenían caballos, se los habían comido a todos en la desesperación del hambre, así que combatían a pie y mal armados. Sus enemigos les sobrepasaban ampliamente en número y estaban frescos después de la forzosa y larga ociosidad.

Khardam dispuso rápidamente a sus hombres para el combate, satisfecho por la fácil carnicería que le aguardaba. Alineó a sus tropas de forma que envolvieran a los hombres de Ehdar por ambos flancos mientras destrozaban su centro, para que no les quedase ninguna huída posible ni esperanza. Luego cargaron contra aquel ejército mal organizado.

Al principio los valerosos hombres de Ehdar elearon como animales salvajes y acorralados hasta la muerte. Pero luego, poco a poco, empezaron a ceder terreno, retrocediendo con las murallas de su ciudad a sus espaldas. Nubes de flechas llovían sobre la retaguardia y los más adelantados caían acribillados por las lanzas de los mercenarios y de los soldados alnyrios.

Khardam y sus cachorros disfrutaron con la matanza. Montados en sus carros de ejes dorados, los príncipes se abrían paso y los espolones con cuchillas de las ruedas segaban las piernas de los desdichados defensores de Ehdar mientras ellos no dejaban de arrojarles sus jabalinas. Pero bien pudo costar aquella batalla ganada de antemano un pequeño disgusto para Khardam, tampoco excesivo, porque su primogénito, el príncipe Hardkem, demostró ser el menor en cordura y se adentró demasiado entre las filas enemigas. Eufórico por la sangre, despreció al enemigo hasta el punto de dejarse envolver por ellos. Él los llamaba perros entre risas antes de lancearlos, hasta que uno de esos “perros” subió al carro con un ágil salto y acuchilló al conductor. El príncipe desenvainó la espada corta y se la clavó hasta la empuñadura, echando del carro los cadáveres del conductor y de su enemigo a patadas. Quiso recoger las bridas pero los enemigos sujetaron los caballos. Uno de los guerreros subió entonces al carro, dispuesto a matar a aquel arrogante.

No pudo hacerlo después de que una espada se clavara entre sus omóplatos y se desplomara muerto. El príncipe Hardkem vio que otro hombre había subido al carro. Pero el llegado tenía el cabello rojo y las espaldas anchas como los hombres del Norte. No dijo nada el recién llegado y se dispuso a hacer frente a los desesperados que les rodeaban para evitar que escapasen. Hardkem se sobrepuso y le ayudó con su espada, pero aquel guerrero se valía muy bien para que nadie más subiera al carro. Aquí y allá, los valientes de Ehdar se acercaban al carro buscando venganza. Pero aquí y allá el guerrero rubio los rechazaba con su espada. Un rostro febril y feroz pretendía subir pero el filo del acero le abrió la sien de un tajo. El mismo acero atravesó el pecho de otro y cortó un brazo que trataba de agarrarse. El guerrero del Norte ordenó entonces a Hardkem que cogiera las bridas y condujese el carro lejos de allí. No era usual que un soldado diera órdenes a un príncipe pero con su imponente voz se diría que era él el príncipe y Hardkem su conductor. Estaba acostumbrado a hacerse obedecer por otros.

Los hombres de Ehdar fueron masacrados. Cada uno de ellos se enfrentaba a tres enemigos antes de morir. Luego las tropas de asalto echaron sus escalas y garfios sobre las murallas de la ciudad y las tomaron con facilidad; apenas quedaban guerreros para defenderlas. Pronto las puertas de la ciudad se abrieron para que los saqueadores entraran y pudieran arrasarla a conciencia y violar a sus mujeres, que fueron muertas o vendidas como esclavas. Años después, Ehdar recuperaría su prosperidad pero apenas sí conservaría para entonces a algunos de sus antiguos habitantes.

Después de la victoria, no tardó mucho Khardam en abandonar el lugar y volver a Alnyria. Las demás ciudades de la costa se ofrecieron a negociar la paz bajo condiciones muy favorables y no tentaron la suerte. Además, la peste había aparecido en Ehdar durante el asedio y en medio y podía convertir su victoria en desastre.

Antes, sin embargo, quiso el rey alnyrio recompensar a aquellos que se habían distinguido en la campaña. No olvidó llamar al guerrero norteño que había salvado a su descerebrado primogénito. Cuando fue llevado a su tienda quedó muy satisfecho porque le pareció un hombre valioso.

-He sabido que salvaste al príncipe Hardkem… No estoy muy seguro de que salvar al estúpido de mi primogénito valiera realmente la pena tu esfuerzo pero quiero recompensarte por ello. Dime tu nombre y de dónde eres.

-Mi nombre es Volgrod, Majestad, y mi país es Zarisk, allá en el Norte. Os estoy muy agradecido.

No añadió más el ceñudo guerrero llamado Volgrod pero le pareció a Khardam un hombre silencioso, más capaz de expresarse con aquella mirada imponente que con las palabras. El cabello era corto y rojizo, como su barba. Los ojos eran de un color gris desconocido para los habitantes del Sur, que jamás habían visto los cielos tristes y nubosos del Norte. Además de formidable guerrero, saltaba a la vista que era un hombre inteligente a pesar de su corpulencia y sus oficiales no habían olvidado destacar la habilidad del mercenario con la espada. Tenía la mirada digna y hablaba lo justo, sin ser impertinente pero tampoco servil.

Mientras Khardam le observaba, y sólo un hombre con una notable vista para juzgar a sus subordinados podría haber llegado hasta donde estaba, aquel mercenario también se hizo una idea sobre el rey al que servía. Khardam podía parecer un hombre vulgar y poco interesante a primera vista. Tumbado en un diván, sus ademanes eran vulgares y su apariencia tosca. Las espesas cejas casi se tocaban entre sí, tan negras como la tupida barba. Nunca le abandonaba una sonrisita desagradable y estúpida. A sus pies yacía su tan preciado escudo, redondo y de color rojizo, en el que se destacaba el que era su emblema, un escorpión verde, el dios escorpión al que adoraban los khárditas. Pero Sverod prestó más atención a aquellos ojillos negros que brillaban astutos e intuyó que no estaba, en absoluto, ante un hombre vulgar. Sostuvo la mirada.

-¡Sois hombre poco hablador, Vologorodk (el exótico nombre era impronunciable para Khardam)! Eso me gusta. En cambio, me disgustan aquellos que hablan demasiado, como el tonto de mi hijo. Si habéis podido proteger a ese inútil, bien podréis protegerme a mí. Te nombro capitán de la guardia de palacio. No tengo más que decirte: puedes marcharte.

Volgrod inclinó levemente la cabeza y salió de la tienda.


(CONTINUARÁ)

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