domingo, 20 de enero de 2008

El último rey de Aquilonia [relato]

Un relato basado en "La Era Hiboria", de Robert E. Howard, creador del célebre Conan. Espero que les guste.


EL ÚLTIMO REY DE AQUILONIA

La civilización no es natural, la civilización es un accidente. Al final siempre triunfa la barbarie." - palabras de Conan, personaje de Robert E. Howard.


Acatando la orden y con paso erguido pero vacilante la muchacha se acercó al trono. Andaba desnuda pero sus delicados pies no se movían sobre la sucia tarima de un burdel sino que pisaban el suelo, de mármol y cubierto dealfombras, de un palacio. Aterrada, no podía evitar que temblara la bandeja que sostenía en los brazos y sobre la que portaba una copa llena de exquisito vino traído desde los viñedos de la provincia meridional de Poitán, realmente un caldo selecto, como cualquier otro que pudiera hallarse en las bodegas reales. Pero el bárbaro desmañado que agarró la copa con rudeza no era capaz de apreciar el cuerpo o el olor de un buen vino sino que lo engullía por pura vanidad. Sorbió ruidosamente la mitad de su contenido y después arrojó la copa de oro con brillantes incrustados con descuido, como si del hueso de un venado a medio asar se tratara y él se hallara aún en su sucia cabaña en los bosques de Pictland. Ajeno a cualquier norma de etiqueta, el picto se limpió los restos del vino, en los labios y en la barba, con el dorso de la mano...
La muchacha se retiró con prisa y temerosa, y en su tímida huida un individuo más joven que el que se sentara en el trono y del que era digno vástago, le cacheteó descaradamente las nalgas desnudas. Apenas si se atrevió ella a protestar con un débil gemido antes de desaparecer.
Y mientras el vino de la copa arrojada arruinaba sin remedio una alfombra traída desde el Iranistán, tan magnífica como costosa, dos hombres se miraron en silencio como los enemigos mortales que eran.
Uno de ellos representaba el pasado y esperaba su destino al pie de la escalinata del trono que antes había sido suyo. A sus cincuenta y seis años de edad Dhormes había sido rey de Aquilonia durante casi treinta años. El peto de acero, que ostentaba la divisa del águila real, era la única señal de su posición, si bien estaba más que sobradamente abollado y ajado por el combate. De todas formas, había en él un porte orgulloso y aristocrático que le confería autoridad aunque sus cabellos grisáceos, sobre los que ya no portaba su corona, estuviesen sucios y revueltos, su piel llena de heridas y sus manos fuertemente atadas a la espalda.
Su rival, en cambio, significaba el presente y la victoria de él y de todo su pueblo sobre la civilización. Mientras que su adversario aguardaba el veredicto de pie, él ocupaba con sus posaderas un trono por el que estaba dispuesto a luchar hasta la muerte por conservarlo y también por agrandarlo, porque su ambición le desbordaba y se veía pronto saqueando Nemedia y hasta la lejana Turán y sus ciudades a las orillas del mar de Vilayet. A su lado estaban sus tres hijos.

El bárbaro sentado en el trono era Gorm, caudillo de las tribus pictas. Primero, cacique de un pueblo apenas civilizado, ahora rey, y pronto, pensaba él, emperador de occidente. Había disciplinado a las feroces hordas pictas y con ese ejército, tan temible como sanguinario, había humillado a la otrora orgullosa Aquilonia. No se había visto personaje tan extraordinario y tan fuera de lugar en el salón de audiencias desde que un cimmerio llamado Conan había venido desde el norte para sentarse en el trono. Pero aquel lo había conducido a la gloria y éste lo llevaría a la destrucción.
Con su exagerada y vulgar ostentación del lujo parecía que el caudillo picto buscara burlarse de los refinamientos de la civilizada de la aristocracia. Sus dedos estaban profusamente ensortijados y abundantes colgantes y collares se derramaban desde su cuello sobre la barba y la cota de malla. También había pulseras en ambas manos y pendientes en sus orejas. Con todo no había conseguido sino parecer más bárbaro aún de lo que en verdad ya era. Su mirada se adivinaba implacable y cruel, y bajo los collares de oro no había dejado de mostrar una ristra con los dientes de sus enemigos, como acostumbraban los guerreros de su raza, un distintivo que llevaba con el mayor orgullo porque lo tenía en más valía que todos los fatuos adornos de oro. Sus hijos también se mostraban enjoyados e igualmente fieros pero más sonrientes y vulgares: carecían de la astucia y de la frialdad de su progenitor.
Los ojos del rey bárbaro eran los del lobo viejo y endurecido, pero su presa sostuvo la mirada y le hizo frente, porque no era un cordero el que comparecía ante Gorm el picto sino un hombre que, con corona o sin corona en la cabeza, conservaba el orgullo de la sangre.
Ahora el viejo lobo sólo deseaba quebrantar su espíritu.
-Saluda a tu sucesor y nuevo rey de Aquilonia –comenzó con placentera fanfarronería-. No, de todo occidente, y muy pronto del mundo. Yo soy tu señor y tú no eres nada. Podría hacerte mi esclavo y dejarte vivir encadenado como un perro o podría hacerte ahora mismo degollar para divertirme. No soy compasivo pero me complacería oyéndote pedir perdón y te concederé una muerte rápida o la esclavitud según sepas divertirme con tus lloriqueos. Empieza poniéndote de rodillas.
Dhormes no dijo nada.
-¡Te he dicho que te arrodilles, perro! –rugió el picto.
Dhormes se mantuvo en pie. El guerrero que le custodiaba le derribó con fuerte y traicionera patada. Los príncipes pictos rieron pero su tenebroso padre ni siquiera sonrió antes de continuar su estudiado discurso:
-Mírame. Ya no eres nadie ni tienes nombre. El poder de tu país se ha apagado y ahora el mundo pertenece a mi pueblo, el de los invencibles pictos, porque tus ejércitos fueron aplastados y su rey morirá muy pronto... ¿No te gustaría saber qué muerte te espera?
Dhormes ni siquiera pestañeó. Siguió hablando el bárbaro:
-Sí, tú crees, y lo piensas en este momento, que tus hijos podrán vencerme. Pero la resistencia que ellos levantaron desde Poitán y Gunderland ha sido aniquilada. En la batalla tú no fuiste el único prisionero sino que muchos guerreros de tu pueblo cayeron abatidos por el valor de mis pictos. El resto huyó aterrado. No sabemos que ha sido de dos de tus hijos, pero el tercero ha tenido el honor de medrar mi collar-. Y sostuvo con los dedos la siniestra ristra de dientes para que Dhormes viera algunos dientes más blancos y recientes que los demás.
El antes rey no quiso mostrar su dolor, apenas si palidecieron sus mejillas, pero su enemigo no dejó de notarlo y se regocijó de ello.
-Tus hijos fueron valientes pero también tan estúpidos como tú. Tampoco se salvó tu mujer... Hubiera cuidado bien de ella pero prefirió el suicidio. Aunque, pensándolo mejor, quizás fue más inteligente que tú y toda tu progenie...
Ahora sí mostró Dhormes una mueca, ocultando mal su dolor a aquella bestia sanguinaria que había salido de los infinitos bosques pictos para destruir su civilización. Pero no tendría tregua, porque a una señal del cruel picto entró un grupo de unas veinte muchachas. Habían sido escogidas entre las cautivas más hermosas y muchas de ellas habían nacido nobles, para convertirse en concubinas entregadas al servicio y placer de los hijos de Gorm y de él mismo. Totalmente desnudas para su divertimento, sus delicados cuellos estaban encadenados con cadenas de oro para ser sometidas y satisfacer la lujuria de sus amos en todo momento. No eran más que animales domésticos para aquellos salvajes.
Entre ellas se encontraba la chica de la bandeja pero también había otras dos muchachas, la una del cabello del color de la plata y la otra de cabellos negros como el azabache. Pero ambas tenían los ojos del mismo maravilloso y poderoso azul y ambas abrieron esos ojos en par viendo los igualmente azules de un hombre que comparecía atado ante el todopoderoso Gorm...
-¡Padre! –exclamaron al unísono, antes de cubrirse como pudieron con las manos y echarse a llorar. Se dejaron caer sobre el suelo, intentando ocultarse de la vista de su padre, pero fueron obligadas a levantarse rápidamente a base de contundentes varazos en las nalgas desnudas.
Esta vez el severo caudillo bárbaro se permitió sonreír. Había jugado su baza final y el deleite de ver a su enemigo cubrirse el rostro con las manos, derrotado moralmente al fin, superaba todos los placeres obscenos que aquellas jóvenes le habían proporcionado.
-¡Bárbaro que apestas el trono en que te sientas indignamente y que no te corresponde! ¡Rata cobarde! –protestó Dhormes, pero aquel bárbaro sonreía a pesar de los insultos, sabiéndose vencedor y regocijándose con la humillación de su enemigo. Sí, en la sangre de Dhormes también bullía la sangre bárbara de Cimmeria, pero los cimmerios eran una raza noble, que respetaban el valor y no disfrutaban con la pura crueldad y la humillación ajena. Por eso había existido desde siempre un odio inextinguible entre cimmerios y pictos, porque siendo pueblos bárbaros eran tan diferentes como pudieran serlo los aquilonios de los decadentes estigios.
Dhormes se cubría con ambas manos, sin que le importara ya mostrar su dolor. Su mundo había terminado y él continuaba vivo. ¡Los dioses eran crueles habiéndole negado la muerte en la batalla! ¡Muchos hombres honorables habían muerto en combate y él había tenido que vivir para ver esto! ¡Para saber que sus hijos nunca le sucederían y que su esposa se había suicidado en la desesperación! ¡Para saber que sus pobres niñas eran vejadas como las rameras de un burdel! ¡Para saber que nada de lo que él había querido permanecería, ni su estirpe ni el reino que había heredado! ¡Y serían tantos los que sufrirían! Las lágrimas cayeron de sus ojos pero en cuanto en las sintió en sus manos, ya no cayeron más y su cuerpo tembló de ira.
Lanzando un rugido que estremeció a los mismos pictos, tiró violentamente de las muñecas y el negligente soldado que le custodiaba cayó al suelo. Antes de que pudiera levantarse el picto le ensangrentó el rostro con una patada y, apoderándose de su espada corta, terminó de rematarlo y cortó luego la cuerda.
-¡Apresadle! ¡Le quiero vivo! –rugió Gorm, desocupando el trono para ponerse a cubierto de Dhormes, que subía enloquecido por la escalinata.
Era muy exigente el bárbaro, porque fueron muchos los guerreros que murieron o quedaron malheridos para conseguir apresarle. Porque Dhormes ya no era un ser civilizado sino un bárbaro como el que se sentara en el trono que antes fuera suyo, y la sangre del rey Conan bullía en él e hinchaba las venas de su cara, enrojeciéndola horrorosamente, mientras insultaba y plantaba cara a sus adversarios. Pero la ira no embotaba sus sentidos sino que los agudizaba, y su espada describía arcos mortíferos y los muertos y heridos caían por la escalinata del trono y acababan amontonándose unos sobre otros. Finalmente cayó como un héroe, abatiendo a los enemigos, hasta que el agotamiento pudo con él y lo aprovecharon para reducirle y derribarle.
Luego seguirían las torturas. Los pictos eran consumados maestros en esta cobarde ciencia y se emplearon con todo su odio. Pero indigno e inmisericorde sería explayarse describiendo los tormentos que padeció. Mejor diremos que Dhormes murió como un rey, sin suplicar la muerte, y demostrando una templanza y dominio de sí mismo que acabaron por hastiar al cruel reyezuelo bárbaro. A pesar de los tremendos errores bajo su reinado, murió como un digno heredero de Conan el cimmerio.
Cuando no le quedaba aliento para hablar ni ánimo para desear otra cosa que el fin, fue decapitado, y su cabeza fue empalada detrás del trono. Gorm esperó a que terminara de pudrirse y quedara el cráneo seco y desnudo. Ordenó entonces que fuera engarzado en una diadema de acero y cambió la corona de oro y diamantes por este horror, que resultaba mucho más de su gusto. He aquí el espíritu artístico de aquella salvaje raza que no supo ni quiso crear una civilización sobre las ruinas de la que había destruido.
No tuvieron su lugar en este decadente reino de barbarie los sabios ni los artistas ni los mercaderes. Tampoco hubo momentos de esplendor, tan sólo guerras y matanzas continuas contra los extranjeros y también entre ellos mismos. Pero hubo quienes resistieron en la decadencia y quedaron para dar a la civilización una oportunidad y levantarla otra vez.

miércoles, 9 de enero de 2008

Los Hijos del Capitán Trueno [relato]


En un futuro no muy lejano, España ya no es más que Al-Andalus, una provincia del Califato. ¿Toda? No, un puñado de valientes, inspirados en los ejemplos del Cid y del Capitán Trueno, resisten siempre y todavía al invasor.


LOS HIJOS DEL CAPITÁN TRUENO
Cuando Mohamed ben García terminó de arrancar la señal de velocidad máxima pensó que era suficiente. La “recolección” había resultado muy provechosa y no era conveniente cargar más las alforjas de la mula. Con lo que les pagaran los chatarreros por la mercancía, tendría la tribu para comprar comida y medicamentos. Tampoco resultaba muy útil la señalización cuando apenas si transitaba algún que otro vehículo por aquellas carreteras dejadas de la mano de Dios.

Se dio un respiro, estaba sudando por el esfuerzo, y se echó la capucha de la chilaba para protegerse del sol. A su alrededor se abría paso la primavera, era finales de enero, y a un lado de la autovía, donde el asfalto estaba más que resquebrajado, florecían unos hermosos cardos borriqueros. Bien, esa noche cenarían sopa de cardo.


Agua. No la habían visto en los últimos doscientos kilómetros de marcha fuera de sus cantimploras –y ésa había que aprovecharla con cuentagotas- y no pudieron sino refrenar a sus caballos para admirar el fluir del río Tajo, límite del desierto manchego. Alrededor del agua crecían floridos arbustos de hojas verdes en vez de los matojos resecos de los caminos que dejaban atrás. Incluso había árboles: unos almendros en flor alegraron las almas de quienes no habían visto más que matorrales, polvo y piedras durante días. Acostumbrados a ver la muerte, se maravillaron del milagro de la vida y del agua. El fluir del río se les antojó de una hermosura increíble y se sintieron de nuevo en paz con ellos mismos.

De todas formas, el líder del grupo, siempre más prudente que ninguno, observó a su alrededor para comprobar que nadie acechara en las cercanías. Le pareció un lugar muy desierto pero no quiso confiarse porque allí donde había agua había seres humanos. Además, la cima del otero resultaba un lugar demasiado visible.

-Venga, bajemos hasta el río y resguardémonos. Podrían vernos si nos quedamos aquí.

Descendieron hasta la orilla. Primero aguardaron a que sus caballos abrevaran y sólo después se arrodillaron para lavarse el polvo del desierto de las caras. En el desierto no podía malgastarse el agua de las cantimploras para lavarse y su aspecto no podía ser más desaliñado, con las barbas crecidas y el rostro sucio por el polvo de los caminos resecos, pegajoso al mezclarse con el sudor.

Por supuesto, se dieron un baño. El agua se llevó la mugre y también parte del dolor por la pérdida del camarada Rodrigo, aquél que había caído en una malograda emboscada en los desfiladeros de Jaén. Pero la vida tenía que seguir adelante y eran muy conscientes de no llegarían a la vejez. Tampoco les importaba demasiado: preferían una muerte digna a una vida de sumisión.

Sus nombres legales eran Hixam, Mohamed, Yusuf e Ibrahim pero esos nombres ni les gustaban ni los utilizaban entre ellos. Sus verdaderos nombres, los que ellos sentían como auténticos, eran Fernando, Alfonso, Juan y Jaime. Tampoco eran muy originales pues la mayoría de los miembros de la resistencia apenas si escogía entre una veintena de nombres diferentes, los de sus más admirados héroes. Como, por ejemplo, lo eran Fernando el Católico, que había tomado Granada; Alfonso el batallador, que había hecho lo propio con Zaragoza; Juan de Austria, que había vencido a los turcos en Lepanto; y Jaime, el conquistador de Valencia.

Secaron sus ropas al calor de una hoguera. Fernando, el más veterano del grupo y también el líder, se ceñía unos pantalones Levi’s con una soga a modo de cinturón. Calzaba sandalias de esparto como todos, menos Juan, que prefería unas zapatillas Nike. Aunque las suelas habían empezado a desprenderse, las sujetaba con alambres. El miembro más elegante del grupo vestía incluso una camiseta de las olimpiadas de Madrid 2016, aunque fuera difícil distinguir los colores de los aros olímpicos de puro vieja. Todos vestían mugrientas chilabas.

-Compañeros –les recordó Fernando-, antes de comer debemos rezar.

Rezaron un padrenuestro en voz alta y después comieron cachos de queso duro y cecina con pan. No era una comida muy sabrosa pero con el estómago lleno se sintieron más animados y hablaron de temas intranscendentes. Habían cabalgado durante agotadoras jornadas y querían olvidar. Pero siempre se acaba hablando de los mismos e inevitables temas.

-¿Adónde iremos ahora?

-Desde luego no volveremos al sur. Todo marchó mal desde que tomamos ese camino. Mejor volvamos a las ricas provincias del norte.

-Pienso lo mismo. Pero hay que desviarse por el oeste para evitar el paso por Madrid.

Nadie hizo objeciones. Quedaba fuera de toda discusión que el paso por la ciudad de Madrid debía evitarse de cualquier forma. Sólo un inconsciente atravesaría aquel lugar siniestro y maldito.

Confiaban en que llegarían tiempos mejores. La mayor parte de las tierras al sur del Tajo eran eriales desérticos y poco poblados, pero a partir del Tajo era posible el pastoreo y más al norte la tierra era incluso cultivable. En esas regiones más ricas y pobladas de Al-Andalus encontrarían mejor botín. Más ahora que los convoyes islámicos se dirigían por aquellas rutas al frente ruso.

-Algún día les expulsaremos a África de nuevo. Se marcharán con sus hordas y nos dejarán en paz.

Tampoco nadie comentó estas palabras. A pesar de tres generaciones nacidas ya bajo dominio del Califato, confiaban ciegamente en la victoria final. Ninguno de ellos había nacido antes de la guerra pero sabían que la crisis había comenzado antes, con la acelerada desertización del suelo y la depresión económica. Luego Europa había perdido la guerra y los países antes conocidos como España y Portugal se convirtieron en Al-Andalus, otra provincia más del Califato, que gobernaba desde Nueva Argelia (antes conocida como Francia) hasta Egipto y desde Al-Andalus hasta Iraq. Además de la represión ejercida por el nuevo gobierno provincial de Córdoba, la ruina fue especialmente dura para aquellas zonas que quedaron sin suministro de agua. El combustible escaseaba demasiado para desperdiciarlo en desalinizadoras cuando la guerra contra Rusia se prolongaba. El abastecimiento de agua, un desastroso despilfarro desde hacía décadas, se hundió bajo el desinterés de los islamistas y millones de personas emigraron y dejaron tras de sí regiones enteras despobladas… En cuanto a la capital, las armas nucleares habían convertido el casco urbano de Madrid en un lugar insalubre y cancerígeno que evitaban hasta los saqueadores.

Pero llegaría el día en que los islamistas serían expulsados de al-Andalus y de Europa entera. Los Bendecidos del Cid, los Batalladores de Alfonso, la Santa Hermandad Apostólica, los Guerreros de Pelayo, los Héroes del Rey Católico… Por todo Al-Andalus surgían grupos de patriotas que se echaban al monte –y a la estepa- para combatir sin cansancio al invasor. Nuestros protagonistas se hacían llamar los Hijos del Capitán Trueno, un grupo quizás de los más modestos, pero no por ello menos entusiastas y valerosos.


Al despuntar el alba se pusieron otra vez en camino, después de un sueño que era muy de agradecer. Se alejaron de las demasiado habitadas orillas del Tajo y atravesaron lo que antes había sido una urbanización y ahora no era más que una ruina. Al pasar por un parque sus corceles no pisotearon más que el polvo que quedaba del césped. De los árboles quedaban los tocones muertos. Atravesaron otras urbanizaciones después de ésa y hasta algunas que habían quedado a medio terminar, dejando enormes estructuras de vigas de hormigón, vestigios de la gran depresión de los años treinta que había terminado con el boom inmobiliario de principios de siglo. Luego había llegado la guerra y así habían quedado desde entonces chalets y bloques enteros de pisos sin acabar.
No sólo era una visión espantosa lo que ofrecían aquellos lugares, de limitado acceso al agua. Además resultaba peligroso donde los innumerables edificios abandonados daban escondite entre las alimañas a cualquier hombre fuera de la ley como ellos mismos… Pero al fin dieron con un hombre de edad madura. Se trataba de uno de tantos basureros que se dedicaban a buscar objetos de valor. El buen hombre estaba “recolectando” señales de tráfico. Hasta la sed se le quitó de golpe cuando se vio rodeado por cinco hombres montados a caballo.

A Fernando no se le escapó que la mula podría ser un buen botín. Le inquirió con voz dominante:

-Buen hombre, di: ¿cuál es el profeta de Dios?

El interpelado tragó saliva. Sabía que se estaba jugando la vida en esa respuesta y apenas podía abrir la boca por el miedo.

-Te he hecho una pregunta…

Por fin se atrevió a responder, tartamudeando:

-Jesu-Jesu-Cristo, el hijo de de Dios y de la virgen María…

A Fernando nunca le gustaba tener que matar a un hombre pero de haber resultado un traidor mahometano le hubiera dejado tieso de un tiro, sin remordimientos. Claro que, por otra parte, era una lástima el botín perdido. Qué se le iba a hacer, Dios lo había querido así.

-Eso es. Bendito sea el hijo del Dios verdadero, el Mesías, que está en los cielos.

Más aliviado se sintió el otro hombre, que por fin pudo tragar saliva: de haber sido agentes islámicos estaría arrestado y camino del hacha del verdugo.

-¿Serías tan amable de llevarnos con tu gente?


La tribu se alojaba en un antiguo supermercado en el que ya no quedaban ni los letreros. Con todo resultaba un recinto fresco y agradable. Como marginados que eran, aquellas gentes sentían poco aprecio por los islamistas y acogieron con gusto a los enemigos del Califato.

Fernando y los suyos hablaron a los miembros de la tribu de la opresión en que vivían y del momento en que expulsarían definitivamente a los sarracenos. Todos compartían su rechazo al invasor y algunos les aclamaron. Los escépticos callaron: el poder del Califato llegaba muy lejos y Al-Andalus no era más que una provincia y tampoco de las más importantes.

Como agradecimiento por su hospitalidad, les entregaron un ejemplar de la Biblia y les mostraron algo todavía más valioso: una edición encuadernada del Capitán Trueno que maravilló a los niños, pues los islamistas habían ordenado destruir todos los cómics hacía décadas. Juan les relató, de noche y al calor de una hoguera, las fantásticas aventuras del capitán Trueno, que siglos atrás había combatido con una bravura y valor sólo comparables a las del Cid. Descansaron algunos días antes de marcharse. Hacía mucho tiempo que no podían permitirse un descanso a salvo y entre amigos.


Semanas después la tribu recibió la indeseada visita de una patrulla de reclutamiento. A pesar de las pésimas comunicaciones y del aislamiento de aquellas gentes, hasta la tribu habían llegado noticias de una derrota en el frente ruso. Lo que no podían imaginar eran los datos bien ocultados por el gobierno califal. En los alrededores de Praga, capital de la extinta República Checa, y en menos de una semana, el ejército islámico había retrocedido a la desbandada tras perder más de cuarenta mil hombres frente al enemigo ruso. Había que reemplazar las bajas para el inminente contraataque y la patrulla del sargento Mansur recorría las estepas centrales de al-Andalus. Ya tenía a unos quince jóvenes en el camión, esperando ser llevados al frente como carne de cañón.

-Traedme a vuestros hijos enseguida. Y no intentéis esconderlos o lo lamentaréis…

A sus amenazas añadió la disuasoria presencia de veinte soldados bien armados. Las madres cubrían sus lágrimas con el velo cuando llevaron a los jóvenes a presencia del sargento. Éste seleccionó a ocho, incluido un adolescente de catorce años.

-Muy bien. Jurad lealtad a Mahoma y al Califato.

-Efendi [señor]… -se atrevió a decir el adolescente.

-¡No me interrumpas!

-Efendi –siguió el muy osado-, creo que no podré jurar lealtad.

-¿Que no podrás jurar lealtad?

-Es que yo sólo soy leal a nuestro profeta Jesucristo y a la Santísima Trinidad del Dios verdadero, efendi.

Mansur no respondió inmediatamente. El tono tan tranquilo con el que el muchacho había proferido aquellas sediciosas blasfemias y su audacia fueron demasiado para él. Quedó como atontado unos segundos antes de estallar de furia.

-¡Maldito hijo de una perra! ¡Has firmado la sentencia de muerte para ti y para los tuyos! ¡Moriréis todos como escarmiento…!

-No lo creo.

¿Cómo podía sonreír? Recapacitó. Quizás el adolescente no fuera más que un deficiente mental. Sería una tontería exterminar a la tribu cuando bastaba con reventarle la sesera a aquel retrasado para que sirviera de ejemplo. Pero Mansur no advirtió el explosivo que llevaba pegado a su cuerpo el muchacho hasta que fue demasiado tarde. Era el regalo que los Hijos del Capitán Trueno habían hecho a aquel muchacho, al que habían conmovido con sus palabras. ¿Demasiado joven para luchar contra el Califato? Quizás sí, pero también le dijeron que él podría hacer el mejor de los sacrificios.

La tremenda explosión redujo el cadáver del adolescente a una pulpa informe y amputó brazos y piernas al cadáver del sargento, arrojado nueve metros más allá. Más o menos quedaron así otros doce hombres. No importaba demasiado, pues no era más que otra anécdota en la larga guerra que debía continuar hasta la reconquista de la olvidada Al-Andalus, antes conocida como España.
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