miércoles, 9 de junio de 2010

El beso

Después de tanto tiempo, aquí dejo mi humilde homenaje al gran Becquer con una adaptación a los tiempos modernos de uno de sus más famosos relatos, El beso.

Si todo sale bien, este relato será parte de una recopilación para homenajear a los clásicos del terror. Os tendré bien informados. Un saludo.

EL BESO
Inspirado en el relato homónimo de Gustavo Adolfo Bécquer

Como un mal presagio, la capital de las Españas amaneció bajo la luz cadavérica que se filtraba por las nubes grises. Los madrileños caminaban cabizbajos y con prisa a sus lugares de trabajo. No dejó, a pesar de todo, de hablarse del partido y la selección fue de nuevo el tema de conversación por excelencia. Pero esta vez se hablaba sin alegría y casi entre susurros, algo realmente perturbador entre una raza tan ruidosa por naturaleza como la española.
Una llovizna sucia y constante entristecía aun más el día y muchos desearon la anulación inminente del partido. Pero no ocurrió así y, a pesar de que las nubes grises se tornaron en un manto negro de muerte, la lluvia no llegó y la llovizna -que no se detuvo un instante- era molesta pero insuficiente para aplazar un partido decisivo. Porque nuestra selección, como es ya costumbre, volvía a jugarse a una carta la permanencia en la próxima Eurocopa.
Si aquel día calamitoso desinflaba la alegría española, no ocurrió lo mismo con los invasores que desde el día anterior aterrizaban en el aeropuerto de Barajas. Horda tras horda y llegados de la isla de las nieblas, encontraron el tiempo muy de su gusto. Lo que parecía un mal presagio para los españoles era un buen augurio para aquellos bárbaros, descendientes de celtas cazadores de cabezas y saqueadores germanos, una raza que respiraba humedad y niebla, una raza degenerada por la industrialización que, sin embargo, aguardaba la ocasión para rebelarse contra el ritmo de la máquina y mostrar su atávica barbarie. La llegada a otro país solía desatar ese impulso contenido. Fuera en la exótica India o en España, se liberaba la brutalidad colonial de los anglosajones y un simple partido podía echar abajo la conocida flema británica para tornarse en una negra y cruel melancolía que muy pronto se desataría en salvajismo brutal.
Lejos de casa y con el rostro pintado de blanco y rojo, cualquiera podría haber leído la crueldad en los ojos, grises como un día de entierro, del joven Fred, apóstol de la raza céltica que, sin embargo, había
rapado sus mechas doradas. Él era la voz cantante del grupo. Miraba a un lado y a otro amenazador, inquietando a los españoles que se topaban con aquellos jóvenes altos y malcarados. Una v
ieja, que sentada en su organillo alegraba el paso de los viandantes con compases castizos, dejó de tocar cuando pasaron a su lado. La vieja sólo les miró cuando hubieron pasado. Entonces se hizo la señal de la cruz en la cara y cogió el crucifijo con las manos.
No, no eran bienvenidos. Envidiosos desde siempre de la gallardía de los españoles –que tuvieron en su ocaso la nobleza de la que carecieron los británicos en su ascenso-, aquellos descendientes de piratas y negreros se paseaban por Madrid como por un país conquistado. Pedían cerveza con modales hoscos y en un español con fuerte acento y desagradable.
En una taberna ni siquiera quisieron servirles. Al dueño, un asturiano que había cambiado sus montañas por las empinadas callejuelas del centro de Madrid, no le gustaron sus rostros pintarrajeados ni sus cabezas rapadas; tampoco sus malas maneras.
-No quiero problemas aquí -dijo.
Fred se soliviantó enseguida y ya se levantaba para buscar pelea pero su camarada Johny le cogió por la muñeca.
Allá, al fondo de la calle, un grupo de policías municipales se acercaba.
-You're a very luckly son of bitch! -escupió Fred al tabernero, amenazándole con un puño.
El honrado tabernero siguió sirviendo tapas y cervezas.
***
Los malos augurios se cumplieron. La selección fue derrotada. De nada sirvió el entusiasmo incondicional del pueblo español. Tampoco los gritos apasionados que, como siempre, se imponían a los aullidos de los anglosajones. Ni siquiera el entusiasta compás de Manolo con su bombo llamando al combate funcionó. ¡Y cuánto tuvieron que sufrir los seguidores de la selección! Porque la llovizna arreció en fuerte lluvia en cuanto los jugadores pisaron el campo. Pronto el césped pareció más un arrozal en el que los héroes de España chapoteaban más que corrían entre charcos de hierba y de barro. Pese a la evidencia, de nada sirvieron las súplicas para suspender el partido. El árbitro alemán, aliado de sus hermanastros de raza, no consintió en ello.
A la salida Fred y su grupo se mostraban aún más arrogantes si es que eso era posible. La suerte y los elementos esta
ban de su lado como siempre. Habían librado a su isla de la conquista de la armada española y ahora era suyo el lugar en la Eurocopa.
A pesar del esfuerzo de la policía, partidas de invasores se dispersaban por la ciudad en busca de pelea. Aquí y allá, los hijos de la Gran Bretaña dejaban constancia de su victoria. Con cascos de botellas rotas y miserables cánticos de injurias y bajeza celebraron la postrera victoria de una nación decadente. Los aullidos de aquellas jaurías de bárbaros estremecieron a los pocos que no se habían dejado amilanar por la lluvia. Más de un viandante se apresuró a cambiar de acera o buscó refugio dentro de algún portal antes de toparse con Fred y su jauría de chacales rapados.
Sin apenas luz y con el viento haciendo de la lluvia ventisca, Madrid era una ciudad maldita y muerta. Los picudos techos de las torres de los Austrias se alzaban más altas que nunca hacia un cielo con colores que sólo la prodigiosa mano del Greco hubiera podido retener.

Y entonces se toparon frente a ella. La plaza de Cibeles no estaba rodeada por el tráfico habitual y pudieron contemplar en su grandeza la estatua. ¿Pero qué hacía en un país de católicas tradiciones el ídolo de una diosa oriental? Porque Cibeles era una de las divinidades más extrañas que importaran de sus lejanos dominios, una diosa de la fertilidad traída del Asia Menor y cuyos sacerdotes sacrificaban su propia virilidad por rendirle culto.

Resultó extraña, pues, su presencia a aquel grupo de ingleses, hijos de un pueblo sin espiritualidad. Ellos no entendían la apasionada y pagana devoción de los españoles por la diosa. Llamadla Isis, Afrodita, Astarté... Es la gran madre, la diosa omnipotente contra la que el catolicismo, previendo pérdida la batalla, no intentó luchar. En vez de ello la cubrió de cristianos ropajes y de virginidad. Así, los españoles la adoraron con sobria dignidad castellana o con alegría andaluza, cubriéndola con floridos homenajes a su "Pilarica" o venerando a su “Mureneta” de rasgos africanos. Pero era siempre la misma diosa, tal como había sido esculpida la dama de Elche, y allí estaba.
-She's beautiful! –se atrevió a exclamar uno de ellos, para irritación de Fred, que salió de su fugaz arrobo.
-She’s a Spanish bitch! –vociferó, y no contentó con ello se encaramó a la fuente, seguido y jaleado por sus secuaces,
Se encaramaron los cinco a la fuente y con voz ronca y cascada destrozaron el bello himno de Queen:
-We are the champions! We are the champions! Fucked Spain!
Se reían con carcajadas de caballo los muy bravucones pero hacer burla de los españoles no era suficiente para Fred. No había podido satisfacer sus ansias de violencia y necesitaba profanar a la diosa.
-You want a kiss, baby?
¿Por qué no? Quería besarla. ¿Diosa? No era más que la ramera de un país subdesarrollado.
-Hey, what are you doing? -le advirtió uno de sus compañeros al verle trepar por los hombros de la diosa.
Fred no hacía ningún caso de consejos. Su audacia ya no tenía límites cuando la abrazó sin pudor. Le pareció distinguir un rictus de profundo desprecio pero tampoco hizo caso. Los labios de la estatua estaban muy fríos…
***
-¿Qué es lo que ha pasado aquí? -preguntó otra vez el policía nacional con voz imperiosa.
Nadie respondió. Los escasos testigos estaban traumatizados y no acertaban a responder. Los compañeros de Fred no aclaraban los hechos ocurridos con sus tristes y deficientes balbuceos.
-No, no... no ser posible.
Parecían más que asustados, aterrorizados por algo tan espantoso que no se atrevían a hablar de ello. Metros más allá estaba el cadáver de Fred, aguardando bajo la lluvia a una ambulancia. Algo había tenido que ocurrir.
En cualquier caso, nadie les hubiera creído. Tan sólo aquel par de policías hablaría muchas noches después de aquella de un relato sin sentido, un relato obtenido entre gimoteos y lágrimas patéticas de unos skinheads británicos que agitaban las cadenas de sus cazadoras entre lloros como almas en pena.
Y sí, tendrían que creer aquella historia sin sentido. Porque si no, ¿cómo diablos podría ser que entre las fauces de aquel león de piedra, ensangrentadas como las de su compañero, sobresaliera la mano de Fred…?
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