sábado, 22 de marzo de 2008

El honor del general Silvestre

EL HONOR DEL GENERAL SILVESTRE

¿Pero qué ocurrió con el general Silvestre aquel funesto 22 de julio de 1919? Desapareció de la Historia durante el caos más absoluto, cuando difícilmente los oficiales podían vigilar los movimientos de su general. ¡Ya tenían bastante que hacer mientras los moros disparaban auténticas ráfagas de cartuchos contra el campamento y los convoyes!

Algunos aseguraron después, llegado el momento de investigar los gravísimos hechos ocurridos, haber visto al general Silvestre escabullirse al interior de su tienda para perderle el rastro allí. Otros afirmaron, en cambio, que había dirigido la retirada. Pero no hay pruebas fiables detrás de esta versión, si acaso la buena intención de algunos oficiales de salvar el honor del general Manuel Fernández Silvestre…

***

Silvestre encontró una calma irreal en el interior de su tienda, la quietud que hallaríamos en el ojo de un huracán mientras la destrucción nos rodea allá donde miremos, sin dejarnos una sola oportunidad de escapar. De fuera de este engañoso refugio llegaban los gritos y las maldiciones de los españoles y se confundían con las desagradables voces de la morisma, que no concedía un instante de tregua y cerraba el paso a los convoyes que desesperaban por escapar. Pero, por encima de las voces de los hombres, se imponía el ruido ensordecedor de los fusiles, que, cartucho tras cartucho, demostraban la contundencia de los hechos sobre las palabras.

Al general Silvestre ya no le importaba, o acaso le importaba tanto lo que estaba ocurriendo ahí fuera, le dolía tanto que no quería saber nada más del mundo que se venía abajo. Sus oídos estaban sordos para el ruido de los fusiles, la ininteligible algarabía, los gritos de rabia, los lamentos de dolor...

Aturdido, como si hubiera fumado alguna de las hierbas que tomaban los moros y que provocaban una calma artificial mientras la mente perdía lucidez, su atención fue hasta uno de los mapas que habían quedado desplegados sobre la mesa, un amplio mapa estratégico de Marruecos. Una gruesa línea dividía el país entre Francia y España. Al sur, la zona más amplia ocupaba el Atlas y las fértiles llanuras centrales, con las grandes ciudades como Fez, Rabat, Casablanca... Esto era para Francia. Al norte, el Rif, una pequeña franja de tierras montañosas y ásperas, estériles y sin más valor que ciertas minas de hierro de las que poco provecho podía sacarse. Esto era para España. ¡Con razón decían algunos que Marruecos era una chuleta y Francia se había quedado con la carne y España con el hueso! Pero si el Rif era una tierra áspera, más lo eran los rifeños, gentes duras y traicioneras que no eran leales sino para la tribu o cavila. El diablo se llevase a las cavilas de aquellos harapientos y su líder Abd-el-Krim.

Una cruz situaba el campamento en un valle llamado Annual, del que nadie había oído hablar jamás y que carecía de cualquier valor estratégico. Tras el campamento, tres fuertes hasta Melilla y alrededor una serie de pequeñas fortificaciones o blocaos. En el papel, una imponente línea defensiva. En la realidad, un sistema muy frágil de fortificaciones pequeñas y mal abastecidas que se habían levantado con muchas prisas y pocas consideraciones de logística. Muchos blocaos ni siquiera tenían acceso al agua. Sólo hacía falta que los rifeños se crecieran y los españoles no podrían hacerse fuertes en un sistema defensivo tan deficiente… y mucho menos confiar en las cavilas antes aliadas y que ahora les traicionaban sin pudor para aliarse con los de su raza contra el invasor.

Pero no era momento de despotricar ni de lamentarse. Su tiempo se estaba agotando rápidamente ahí fuera y no quedaba tiempo más que para asumir la culpa y aceptar que sus planes habían sido tan precipitados como erróneos. Quedaba salvar el honor, porque, al final, el honor era lo único que importaba, más allá del éxito o el fracaso.

Silvestre dejó de prestarle atención al mapa y desenfundó su revólver. Lo tanteó despacio: no hacía falta cargarlo. Estaba frío cuando se encañonó justo por encima de la oreja derecha. No le tembló el pulso, había llegado el momento de asumir errores.

Pero antes pidió perdón.

Pidió perdón a Su Majestad, que tantas esperanzas había depositado en él. Ahora le había fallado a Su Majestad y temía que aquel desastre fuera para perjuicio de la corona.

Pidió perdón a los políticos, aunque no los tuviera en tanta estima como a Su Majestad y aunque supiera que muchos utilizarían aquel desastre como argumento en las Cortes. Aun así, había fallado al objetivo que debería haber cumplido para su patria.

Pidió perdón al mismo Dios, porque sabía que lo que estaba a punto de hacer no era cristiano. Pero ya había hecho la elección entre su alma y su honor e iba a llegar hasta el final.

Pidió perdón, en fin, a tantos oficiales y soldados que quedarían abandonados a su suerte. Podía imaginar una retirada que, ante el pánico y la falta de dirección, pronto degeneraría en desbandada ante el empuje de las hordas de Abd-el-Krim. Lo sentía por todos los españoles que tratarían de escapar hacia Melilla de los fusiles y los puñales de los moros, pero él no podía dirigir una retirada después de prometer avanzar hasta someter todo el Rif. Morirían centenares, no, miles, porque el enemigo no iba a conceder piedad… Él quisiera intentar salvarlos pero le faltaba valor para sacrificar su propio honor. A España volvería como un héroe o no volvería jamás, pero no regresaría al mando de un ejército derrotado.

Quizás estaba pidiendo demasiadas disculpas, más de las que era razonable pensar que pudieran ser perdonadas. Si existía un más allá, no había que hacerse ilusiones. Nadie podría perdonar tanto. ¡Pero qué estúpido era especular sobre el mundo ultraterreno cuando estaba a punto de saber si existía o no y si tendría que rendir cuentas ante Dios! Pidió perdón por última vez y se apretó aún más el cañón de revólver, hasta que se hizo daño, hasta que la punta del revólver se marcó sobre su carne débil. Notó los hilillos de sudor y no era el calor. Escuchó su corazón latiendo más deprisa, sabiendo éste que pronto dejaría de latir. Tragó saliva, cerró los ojos y murmuró “perdón”.

Luego el general Manuel Fernández Silvestre se voló la tapa de los sesos como un hombre con honor.

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons