viernes, 27 de marzo de 2009

Laro el cántabro

Para acabar marzo un breve relato, casi un divertimento, sobre el guerrero cántabro Laro, que habría combatido para el ejército cartaginés. Aprovecho además para recordar aquellos paisajes del norte tan familiares.


LARO EL CÁNTABRO

¡Cuán cierto es que el oro atrae a los hombres como la miel a las moscas! Mas, aunque compremos sus servicios, su voluntad es voluble y su lealtad se gana sólo con esfuerzo y siempre que haya algo más que avaricia en su empeño. Los cartagineses aprendimos muy duramente esa lección cuando vimos a nuestros antiguos aliados revolverse contra nosotros para ganarse el favor de Roma. Pero por aquel entonces Cartago resurgía del desastre, se alzaba de nuevo con orgullo pese a las humillantes condiciones de Roma, y el oro y la plata fluían en abundancia a la Nueva Cartago que estábamos construyendo en Iberia. Con la misma abundancia llegaban los grupos de mercenarios ansiando alistarse a las órdenes de Aníbal, ¡qué las bendiciones de Baal sean siempre con él!

En gran número desembarcaban las huestes de jinetes númidas. Sí, hombres de Cartago, los mismos númidas que ahora campan por nuestros dominios buscando pillaje, combatían para Aníbal con el servilismo traicionero que le es propio a su raza. Con la misma facilidad que montan a pelo sus caballos y aparecen y desaparecen en sus escaramuzas cambian de aliados. Pero entonces venían para prometernos lealtad, acompañados de los no menos numerosos lanceros libios y moros.

A los africanos se unían los hombres de los muchos pueblos que habitan Iberia y cuyos nombres no puedo recordar, pueblos muy diversos que no comparten entre sí sino un gusto común por la guerra. En Iberia encontramos hombres y recursos para desafiar otra vez a Roma. Del sur y levante llegaban los íberos con sus espadas retorcidas y sus escudos redondos, gentes más o menos civilizadas por el contacto con nuestros antepasados fenicios. También de los montes y mesetas del interior, más inaccesible y menos civilizado, poblado por gentes de lengua céltica.

¡Qué magnífico espectáculo, pues, ver a guerreros de tantos pueblos venir a los alrededores de nuestros cuarteles para ser reclutados! Reunimos un ejército magnífico de hombres valerosos para un líder magnífico y yo tuve mi parte en ello como oficial cartaginés. Cada día llegaban más hombres y yo sólo elegía a los mejores y les prometía oro.

Entre semejante multitud, un grupo atrajo mi atención por su ruda presencia, aun entre bárbaros. Cubiertos con simples túnicas de lana basta y con los cabellos largos sueltos o recogidos con una sencilla cuerda, aquellos hombres se comportaban con ademanes propios de la nobleza pese a su tosquedad. Ignorantes hasta no hacía mucho de cuanto ocurría fuera de sus montañas, observaban todo con altanería y altivez. Me gustaban.

Le pregunté a Ergio, mi colaborador y compañero. Nativo de la próspera región de Iberia de Turdetania, regada por el río Betis, me era especialmente útil por sus conocimientos del país y llevaba muchos años sirviendo a Cártago.

-Esos hombres han venido realmente de tierras lejanas, señor. Son cántabros y habitan la costa septentrional de Iberia, entre las montañas que separan la meseta del océano. Raramente las naves griegas y fenicias han visitado aquellas costas frías y difíciles, por lo que permanecen en la barbarie más absoluta. No beben vino ni tienen moneda. Recogen bellotas para hacer pan y cerveza y no tienen más riqueza que sus rebaños de cabras porque desconocen la agricultura y el comercio.

Sí, era un pueblo bárbaro y salvaje en verdad, pero la verdadera causa de mi interés no era el conocimiento de otros pueblos sino el hombre que acaudillaba a aquella veintena de bárbaros.

Del mismo modo que los pastores reconocen a cada una de sus bestias con su nombre y los mercaderes recuerdan el precio de todas sus mercaderías, un oficial debe recordar los rostros de sus hombres. Mas no merezco el menor mérito por recordar un rostro tan singular como el suyo, el de alguien que muy probablemente hubiera sido rey o general de haber nacido entre gentes más civilizadas. El cabello y la poblada barba eran negros como la pluma de un cuervo. Alto como un oso y cubierto de pieles, era la imagen del mismísimo Melkarto (1), que separó Iberia de África con la fuerza de sus brazos.

Le hice una señal para que se acercará con los suyos. Portaba un pequeño escudo redondo. También un enorme hacha de doble filo, ceñida a la espalda con un tahalí de cuero.

-¿Cuál es tu nombre, guerrero?

Hablaba el griego con mucha dificultad, como tantos otros mercenarios, y su expresión era seria, como si siempre estuviera meditando.

-Mi nombre es Laro, cartaginés.

-Me gustaría verte utilizar ese hacha en nuestro ejército, Laro. Parece demasiado pesada para un hombre, aun sujetándola con ambas manos...

Pero él esgrimió el hacha con una sola mano y me hizo una demostración de la rapidez con que podía utilizarla.

-¡Por Baal, que eres fuerte como un oso! Seguramente puedes talar un árbol con la mayor facilidad...

-¡Árboles! Hay muchos árboles en nuestra tierra pero mi hacha no está hecha para cortar madera sino cabezas.

Había hablado con seriedad pero entonces soltó una carcajada aterradora. Muchas veces volví a escuchar esa risa, que resuena en mis oídos, y ahora que soy un hombre viejo le envidio porque alcanzó la única inmortalidad que puede conseguir un hombre. En la euforia del combate olvidaba su condición mortal y reía a carcajadas. Su hacha cortaba el viento y los cuerpos de los hombres con la misma facilidad. Mientras otros sufríamos la angustia y la incertidumbre de la guerra, para él la guerra no era más que un juego. Carecía de toda malicia y era casto de cuerpo y espíritu, pues entre los suyos se considera la virginidad una gran virtud en un guerrero. Sí, era un niño que jugaba a decapitar hombres, un amante de la madre Astarté (2), amorosa y cruel con sus hijos al mismo tiempo.

Sí, ahora que soy viejo quisiera escuchar la risa brutal e invencible de aquel guerrero singular, del que tantas historias podría contaros...

  1. Melkarto era el equivalente fenicio de Hércules.

  2. Astarté era la diosa fenicia de la guerra.

martes, 17 de marzo de 2009

Un pájaro de mal agüero (y la crisis se coló en mi blog)

Este artículo apareció originalmente en OcioZero:
http://ociozero.com/?q=node/2742


UN PÁJARO DE MAL AGÜERO


¿Sorprendió la crisis a todos? No al premio Nobel de Economía de 2008 Paul Krugman, un economista con la rara, y dudosa, virtud de acertar las más nefastas predicciones...


Por un capricho aún por explicar, Alfred Nobel dispuso que las matemáticas no tuvieran cabida en su premio. Resulta tan sorprendente que la única ciencia que trabaja con verdades absolutas haya sido excluida que se habla incluso de un idilio de la esposa de Nobel con un matemático. Otros opinan que, como a tantos nos ha ocurrido, el autor tuvo sus problemas con los números en sus tiempos de escolar... Sea como fuere, el Nobel de Economía se ha convertido en la puerta de atrás al Nobel para muchos matemáticos “reciclados”, y es que los que hemos estudiado Economía sabemos bien que el nivel de abstracción en que se encuentra dicha “ciencia” ralla lo absurdo.

De vez en cuando, sin embargo, se concede el Nobel a algún economista por méritos más interesantes. Tal es el caso de Paul Krugman, premio Nobel de 2008. Sí, Krugman se maneja bien con los números pero mantiene los pies sobre el mundo real y escribe con un estilo claro e incluso brillante. Pero mis motivos trascienden la admiración personal por el economista y la relevancia política de este premio Nobel va más allá de la oposición declarada de Krugman hacia Bush y, en general, de la política económica de los llamados neocons que ha inspirado al Partido Republicano desde los tiempos de Reagan.

Paul Krugman bien podría convertirse en el economista más influyente después de la victoria de Obama porque a los méritos citados se une otro realmente peculiar en un economista: el de hacer predicciones arriesgadas, que otros economistas no se atreven a hacer, y acertar. Al propio Krugman le gusta contar como, invitado a México para dar unas conferencias sobre la economía de este país, se atrevió a exponer un punto de vista muy crítico y hacer predicciones muy poco halagüeñas en un momento (principios de los noventa) en que la economía de ese país crecía de forma espectacular. Los organizadores le advirtieron, educada pero firmemente, que era una predicción arriesgada. Poco después estallaba la llamada Crisis Tequila y se iniciaba una crisis devastadora para el país.

Igualmente acertado se ha demostrado con las crisis de Argentina, de Japón, del Sureste asiático… o con la crisis actual, que para él tiene su origen en la falta de regulación sobre ciertas instituciones financieras, que se habrían dedicado a actuar como bancos aprovechando el vacío legal, y que tendría bastante en común con la crisis de 1929.

La solución para la crisis actual que propone es muy poco convencional pero no olvidemos que Krugman también predijo el limitado éxito que tendrían las políticas tradicionales (como bajar los tipos de interés) y apuesta porque sea el Estado el que tome el relevo del sistema financiero con grandes proyectos de inversión pública…

Se trata justo de las medidas que salvaron a países como Estados Unidos o Alemania de la Gran Depresión y el lector se preguntará qué tiene de novedoso resucitar a Keynes, el gran economista de aquella crisis, setenta años después . Quizás también piense que si la actual crisis se asemeja a aquélla bien podemos aprovecharnos de sus enseñanzas.

Son preguntas sensatas pero Paul Krugman habla de lo que él llama la ideología dominante, un conjunto de ideas que, a fuerza de ser repetidas, se convierten en comúnmente aceptadas. No hay más que ver a tantos periodistas convertidos en economistas simplemente por repetir algunas de esas ideas, que poco tienen que ver con Keynes. Ha llovido mucho desde que el economista británico revolucionara la ciencia económica y pocos economistas creían probable otra crisis como aquélla hace sólo algunos años. Las crisis ocurridas en Japón o el Sureste asiático fueron simplemente catalogadas como producto de culturas corruptas y altamente intervenidas. Después de la crisis del petróleo una generación de economistas aceptó que el mejor remedio contra la crisis es el control de la inflación, el equilibrio presupuestario y el control del tipo de interés. La idea de una crisis global con inflación muy baja (o incluso deflación), crecimiento escaso y tipo de interés al mínimo sencillamente les desconcierta.


Con este panorama la aplicación de un gran programa de gasto público en Estados Unidos que propone Paul Krugman no es nada fácil. El abultado déficit público es otro problema y, aunque parezca absurdo, poner en marcha en Estados Unidos un gran proyecto de obras y servicios públicos es mucho más difícil que utilizar esos fondos para financiar una costosa guerra exterior. George Bush financió una guerra que costó (y costará, porque el pago no ha terminado) bastante más de ochocientos mil millones de dólares pero Barack Obama lo tendrá bastante más difícil si apuesta por emplear una suma parecida en construir infraestructuras (de las que Estados Unidos está necesitado, aunque parezca mentira) o incluso en crear un sistema sanitario público.

Ahora bien, si Krugman está en lo cierto, no sólo valdría la pena ese plan por los enormes beneficios sociales sino que sería el mejor remedio para reactivar la economía de Estados Unidos cuando ni bancos ni empresarios van a hacerlo. La alternativa, advierte Krugman, es seguir el caso japonés y una larga etapa de bajo crecimiento.

Está por ver si Krugman tiene razón, y las dificultades de su plan no son pocas, pero al mismo tiempo me aterra cuando la Unión Europea está apostando por seguir el camino opuesto. Si en Estados Unidos un gran plan de gasto público semejante es difícil, en Europa es sencillamente imposible con un Banco Central completamente independiente y cuyas autoridades, aunque desconcertadas por la ineficacia de sus medidas, prefieren seguir los pasos de Japón y su larga decadencia a probar “herejías” económicas. La crisis podría ser bastante prolongada para los europeos si Krugman tiene razón y los “beneficios” provocados por la moneda común hasta ahora (inflación y burbuja inmobiliaria principalmente) serían sólo un adelanto de lo que habría que venir.

Con este negro panorama me gustaría pensar que Paul Krugman no es más que un pájaro de mal agüero y un profeta barato, que lo ocurrido en Japón no puede pasar aquí y que el BCE es una institución sensata y flexible… Pero luego recuerdo que estamos ante uno de los economistas más brillantes de nuestro tiempo y que no tiene de profeta más que su bíblica fisonomía, que su valía supera a la inmensa mayoría de los que se han licenciado a sí mismos como economistas a base de repetir ideas sencillas que suenen sensatas para el gran público.
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