LARO EL CÁNTABRO
¡Cuán cierto es que el oro atrae a los hombres como la miel a las moscas! Mas, aunque compremos sus servicios, su voluntad es voluble y su lealtad se gana sólo con esfuerzo y siempre que haya algo más que avaricia en su empeño. Los cartagineses aprendimos muy duramente esa lección cuando vimos a nuestros antiguos aliados revolverse contra nosotros para ganarse el favor de Roma. Pero por aquel entonces Cartago resurgía del desastre, se alzaba de nuevo con orgullo pese a las humillantes condiciones de Roma, y el oro y la plata fluían en abundancia a la Nueva Cartago que estábamos construyendo en Iberia. Con la misma abundancia llegaban los grupos de mercenarios ansiando alistarse a las órdenes de Aníbal, ¡qué las bendiciones de Baal sean siempre con él!
En gran número desembarcaban las huestes de jinetes númidas. Sí, hombres de Cartago, los mismos númidas que ahora campan por nuestros dominios buscando pillaje, combatían para Aníbal con el servilismo traicionero que le es propio a su raza. Con la misma facilidad que montan a pelo sus caballos y aparecen y desaparecen en sus escaramuzas cambian de aliados. Pero entonces venían para prometernos lealtad, acompañados de los no menos numerosos lanceros libios y moros.
A los africanos se unían los hombres de los muchos pueblos que habitan Iberia y cuyos nombres no puedo recordar, pueblos muy diversos que no comparten entre sí sino un gusto común por la guerra. En Iberia encontramos hombres y recursos para desafiar otra vez a Roma. Del sur y levante llegaban los íberos con sus espadas retorcidas y sus escudos redondos, gentes más o menos civilizadas por el contacto con nuestros antepasados fenicios. También de los montes y mesetas del interior, más inaccesible y menos civilizado, poblado por gentes de lengua céltica.
¡Qué magnífico espectáculo, pues, ver a guerreros de tantos pueblos venir a los alrededores de nuestros cuarteles para ser reclutados! Reunimos un ejército magnífico de hombres valerosos para un líder magnífico y yo tuve mi parte en ello como oficial cartaginés. Cada día llegaban más hombres y yo sólo elegía a los mejores y les prometía oro.
Entre semejante multitud, un grupo atrajo mi atención por su ruda presencia, aun entre bárbaros. Cubiertos con simples túnicas de lana basta y con los cabellos largos sueltos o recogidos con una sencilla cuerda, aquellos hombres se comportaban con ademanes propios de la nobleza pese a su tosquedad. Ignorantes hasta no hacía mucho de cuanto ocurría fuera de sus montañas, observaban todo con altanería y altivez. Me gustaban.
Le pregunté a Ergio, mi colaborador y compañero. Nativo de la próspera región de Iberia de Turdetania, regada por el río Betis, me era especialmente útil por sus conocimientos del país y llevaba muchos años sirviendo a Cártago.
-Esos hombres han venido realmente de tierras lejanas, señor. Son cántabros y habitan la costa septentrional de Iberia, entre las montañas que separan la meseta del océano. Raramente las naves griegas y fenicias han visitado aquellas costas frías y difíciles, por lo que permanecen en la barbarie más absoluta. No beben vino ni tienen moneda. Recogen bellotas para hacer pan y cerveza y no tienen más riqueza que sus rebaños de cabras porque desconocen la agricultura y el comercio.
Sí, era un pueblo bárbaro y salvaje en verdad, pero la verdadera causa de mi interés no era el conocimiento de otros pueblos sino el hombre que acaudillaba a aquella veintena de bárbaros.
Del mismo modo que los pastores reconocen a cada una de sus bestias con su nombre y los mercaderes recuerdan el precio de todas sus mercaderías, un oficial debe recordar los rostros de sus hombres. Mas no merezco el menor mérito por recordar un rostro tan singular como el suyo, el de alguien que muy probablemente hubiera sido rey o general de haber nacido entre gentes más civilizadas. El cabello y la poblada barba eran negros como la pluma de un cuervo. Alto como un oso y cubierto de pieles, era la imagen del mismísimo Melkarto (1), que separó Iberia de África con la fuerza de sus brazos.
Le hice una señal para que se acercará con los suyos. Portaba un pequeño escudo redondo. También un enorme hacha de doble filo, ceñida a la espalda con un tahalí de cuero.
-¿Cuál es tu nombre, guerrero?
Hablaba el griego con mucha dificultad, como tantos otros mercenarios, y su expresión era seria, como si siempre estuviera meditando.
-Mi nombre es Laro, cartaginés.
-Me gustaría verte utilizar ese hacha en nuestro ejército, Laro. Parece demasiado pesada para un hombre, aun sujetándola con ambas manos...
Pero él esgrimió el hacha con una sola mano y me hizo una demostración de la rapidez con que podía utilizarla.
-¡Por Baal, que eres fuerte como un oso! Seguramente puedes talar un árbol con la mayor facilidad...
-¡Árboles! Hay muchos árboles en nuestra tierra pero mi hacha no está hecha para cortar madera sino cabezas.
Había hablado con seriedad pero entonces soltó una carcajada aterradora. Muchas veces volví a escuchar esa risa, que resuena en mis oídos, y ahora que soy un hombre viejo le envidio porque alcanzó la única inmortalidad que puede conseguir un hombre. En la euforia del combate olvidaba su condición mortal y reía a carcajadas. Su hacha cortaba el viento y los cuerpos de los hombres con la misma facilidad. Mientras otros sufríamos la angustia y la incertidumbre de la guerra, para él la guerra no era más que un juego. Carecía de toda malicia y era casto de cuerpo y espíritu, pues entre los suyos se considera la virginidad una gran virtud en un guerrero. Sí, era un niño que jugaba a decapitar hombres, un amante de la madre Astarté (2), amorosa y cruel con sus hijos al mismo tiempo.
Sí, ahora que soy viejo quisiera escuchar la risa brutal e invencible de aquel guerrero singular, del que tantas historias podría contaros...
Melkarto era el equivalente fenicio de Hércules.
Astarté era la diosa fenicia de la guerra.
7 comentarios:
Me ha encantado, Alex. Me pareció el principio de una novela, por lo que me supo a poco, ainss... Me hubiera gustado saber algo más de ese oficial cartaginés y de Laro.
¿Sabes?, creo que cada vez escribes mejor.
Muchas gracias por pasarte como siempre por mi blog, Susana. Espero que tengas razón.
Vaya, ahora el mismísimo Estrabón te inspira entre bastidores. Secundo a tu amiga más arriba: está bien escrito, es ameno y además está bien documentado.
Y creo que algún día deberías animarte a continuar la historia de Laro y del oficial cartaginés. Ni que sea una pequeña historieta, como la del pseudoConan que empezaste. La relación entre ambos puede sar mucho juego.
Nos leemos, pues. Hasta pronto!
Saludos, Andronicus.
Me encanta la Historia y estoy pensando si escribir algo más ambicioso con ambientación histórica pero todo es perseverancia. Ya veremos.
Me alegro de que te haya gustado. Veo que has actualizado tu blog, así que me pasaré en breve por allí...
hola tengo 2 hijos uno se llama laro y el otro iber que fue el primitivo nombre del rio ebro, me ha gustado mucho la historia, a ver si encuentras algo sobre iber que yo no encuentro nada
Ni siquiera está claro que el río Íber fuera nuestro Ebro. El motivo tiene que ver con la Segunda Guerra Púnica también. El tratado entre romanos y cartagineses establecía el área de influencia hasta el río Íber. Sabemos que dicho tratado fue roto con la conquista de Sagunto... pero Sagunto está muy al sur del Ebro. Algunos creen que el verdadero Íber era el Segura. También puede ser que Sagunto fuera "especial" por estar aliada con Roma desde hacía tiempo. O quizás los romanos confundían ambos ríos.
Hola es la primera vez que veo este blog y me a encantado sobre todo esta historia verdadera al 100x100 y a parte porque me llamo Laro bueno encantado y por cierto yo también tengo un blog.
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