viernes, 16 de mayo de 2008

La hora de la Teletienda

LA HORA DE LA TELETIENDA


Fue la madrugada de un lunes que el señor García descubrió la más temible verdad, que supo que su vida había tocado fondo y que nada sería ya como antes. Porque la amargura quedaría como un poso en su memoria que enterraría cualquier momento feliz que pudiera recordar.

Ocurrió entre las cuatro y las cinco de la mañana, esas horas extrañas y crepusculares que para la mayoría de las personas normales y decentes transcurren inadvertidas, sin que se sepa si realmente las marcan las manecillas del reloj o si el movimiento de éstas se acelera, y que pertenecen más al mundo onírico que al real.

Pero el señor García permanecía despierto ante el televisor. Insomne desde hacía tantas noches, había reemplazado su perdida facultad de soñar por la contemplación silenciosa de la Teletienda. Absorto, admiraba las virtudes de un nuevo aparato de gimnasia. Escuchaba con atención los consejos de Chuck Norris, actor de tercera clase que, con voz doblada a destiempo, le prometía unos músculos firmes mientras manoseaba las nalgas firmes y bien torneadas de una rubia que le sonreía con labios de colágeno. Sí, aquellos muslos parecían realmente firmes y sus pechos se movían de forma fascinante mientras hacía los ejercicios pero no fue ese el momento en que la vida del señor García toco fondo.

Fue después, cuando llegó la licuadora que lo mismo servía para picar carne que para hacerse un rico granizado de limón y que incluía una coctelera de regalo para las primeras trescientas llamadas. El señor García se arrojó sobre el teléfono para marcar el pedido y dar el número de una tarjeta de crédito en la que apenas le quedaba saldo.

Fue entonces, al colgar el teléfono, que supo que su vida se había ido al garete. No fue un pensamiento de pasajero pesimismo ni de autocompasión. Se le había revelado la más temible verdad, tan cierta y desprovista de falso victimismo, tan claramente como le había sido revelada al príncipe Buda mientras meditaba en las profundidades de un apartado bosque. No hubo gran diferencia entre el descubrimiento del señor García y el de aquel sabio que había vivido veinticinco siglos antes. El señor García supo que nada tenía sentido, que su vida no era más que la espera de su final, y se encogió en el sofá aun sin tener frío. Apagó la televisión y creyó que estaba muerto por un momento.

El sueño llegó con las primeras luces del alba.

Un mes antes habían metido veinte años de su vida en un sobre blanco. Pero dentro no había más que la indemnización por el despido y nada más, ni siquiera una tarjeta o una explicación.

-¿Y esto es todo? ¿Veinte años y adiós sin más? ¿Es que no he hecho bien mi trabajo? -preguntó el señor García, casi atragantándose con la rabia; y el jefe de recursos humanos le había escuchado con más condescendencia que piedad:

-No se ponga así, por favor. Claro que ha cumplido su labor y la empresa le está muy agradecida. Sencillamente se ha terminado un ciclo.

-¿Eh?

-¿No recuerda a Del Bosque, el entrenador del Real Madrid? Se terminó su ciclo y se marchó, no fue culpa de nadie.

-Pero había conseguido la Copa de Europa y el Real Madrid tardó años en ganar otro título...

-Eso es anecdótico. Lo importante es que se había acabado su tiempo, el ciclo natural de las cosas. Así que no se atormente más y plantéese esto como un reto.

El señor García no había querido escuchar más y se marchó para no volver. En casa siguieron las interminables discusiones con su señora hasta que se marchó al sofá y con su tristeza hizo una sábana y con la amargura una almohada.

-No molestes a papá.

Era una advertencia inútil. Papá ya estaba medio despierto, indiferente a todo, indiferente incluso a los ojos sorprendidos de su hijo por descubrirle dormido y vestido en el sofá del salón.

-¿Por qué papá puede quedarse en casa y yo tengo que ir al colegio? No es justo.

Porque papá no tiene futuro y tú todavía crees que existe, hubiera querido decirle. El mundo no era justo pero el pequeño era demasiado joven para entenderlo. Que disfrutara los pocos años de genuina felicidad que le quedaban por vivir.

Apático, no dijo una palabra el señor García mientras su mujer se ocupaba de preparar al pequeño. Luego ella le dio un beso de despedida pero sus labios le parecieron fríos. Ignoró su mirada, la preocupación, la lástima, el oculto reproche. Nada importaba sino el sueño siempre insatisfecho. Las horas de trabajo del resto del mundo eran sus horas de descanso.

Por fin se fueron y le dejaron en paz. Girándose, se acomodó lo que pudo en el sofá, cerró los ojos y le dio la espalda al mundo.

jueves, 8 de mayo de 2008

Treinta metros cuadrados

TREINTA METROS CUADRADOS

Treinta metros cuadrados, eso era lo que deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo. Treinta metros para ella, para tener su espacio, suyo y de nadie más. Treinta metros, en fin, donde ser libre y soberana de su intimidad. Éste era su sueño, un sueño tan pequeño y a la vez tan enorme que la hacía suspirar, como hacía suspirar también a decenas de miles de millones de personas que, como ella, no podían permitírselo.

¡Pero no era tan fácil soñar despierta si jamás podía estar sola! Tang no podía suspirar sin ser escuchada, sonreír sin ser observada por algún curioso, ni siquiera oír sus propios pensamientos entre el bullicio de las muchedumbres.

El sueño terminaba cada mañana, justo a las seis y media de lunes a viernes y a las siete y media los sábados y domingos. Probablemente soñaran el mismo sueño las doscientas mujeres solteras con las que compartía habitación. A pesar del cansancio, el día comenzaba como debía ser, con organización y disciplina. Medio dormidas, dejando que la empalagosa melodía de una flauta de bambú “Alegre despertar del trabajador” penetrase en sus oídos, abandonaban las literas por orden de altura, de la cuarta litera a la de más abajo. En diez minutos las habitaciones quedaban libres y estaban haciendo cola en los servicios colectivos. Diez minutos en la ducha, cinco en el lavabo y otros diez minutos para sus necesidades. Que ninguna pidiera más si no quería ser amonestada. Para desayunar quince minutos debían ser más que suficientes y tampoco es que el arroz del tazón fuera tan delicioso como para paladearlo con tranquilidad.

Todo había sido, en fin, sobradamente planeado para que los millares de mujeres solteras que vivían en el número 87 de la calle 19 del distrito 31 del nivel 7 estuviesen listas para el trabajo con la eficiencia de un cuartel. Sí, era mucho mejor imaginar que vivía en un cuartel que en una cárcel, aunque no tenía muy clara la diferencia. ¿Quién sabe? Quizá la jaula de la cárcel fuera más espaciosa… antes de marchar a la cámara de gas, claro.

¿Pero cómo el mundo había llegado a esta situación? ¿Cuándo la especie humana había perdido el control de su destino para degenerar en una plaga que a punto había estado de acabar con los recursos del planeta? Malthus se había equivocado de punto a punto: ni la enfermedad ni el hambre frenaron el cataclismo demográfico. Con Occidente en clara decadencia, los conflictos entre razas y naciones se multiplicaron; también las disputas por unos recursos naturales cada vez más escasos. El pueblo soberano ya no podía gobernarse a sí mismo porque había degenerado en una masa desordenada. El modelo capitalista, despilfarrador y anárquico, se colapsaba y la formidable máquina del crecimiento económico dejó de funcionar.

El despotismo asiático era la alternativa. No quedaba más opción. Emperadores y reyes, y luego presidentes y comités de las repúblicas populares, habían gobernado en Asia a miles de millones de hombres con mano de hierro, racionándoles libertades y recursos. Con esa experiencia milenaria, entendían mucho mejor que sus colegas occidentales cómo había que controlar a las masas y pronto el despotismo, el orden y la segregación racial llevaron a la humanidad a un mundo mejor y que además no sólo era el mejor sino también el único viable… Al menos esto era lo que se enseñaba en colegios y universidades. Tang tenía unas cuantas ideas muy superficiales de todo esto, basadas en eslóganes y proclamas aprendidas en la escuela y en la radio colectiva, pero le parecía obvio que la civilización sin orden no podía existir.

¿Y cuántos eran ya? ¿Veinte mil o treinta mil millones de seres humanos? Ésas eran las cifras oficiales del Partido pero podían ser muchos más. ¿Habrían llegado al centenar de millares de millones?

-Estás tardando en salir –le recordó uno de los conserjes que vigilaban a las mujeres que se duchaban, aprovechando mientras tanto para echar miraditas-. Deberías haber terminado dos minutos antes. Harás un par de horas extras de servicio comunal de mantenimiento.

Tang no respondió: no valía la pena discutir con alguien que guardaba un carné del partido en el bolsillo. Se sabía examinada por los ojos oblicuos y lascivos pero estaba ya acostumbrada. Tampoco se dejó herir por el tono desdeñoso de su voz, que hubiera querido decir “qué lástima que seas una sucia mestiza”. No dijo nada, se aclaró el pelo y desayunó a medias para recuperar el tiempo perdido. Luego pasó al ascensor con otras veinticinco jóvenes y descendió a planta baja. Marchó a la estación de Metro con paso ligero pero sin correr, pues estaba prohibido. Cada habitante disponía de no más de cinco metros cuadrados de espacio en la vía pública.

Ah, el Metro era mucho más que un medio de transporte… También era la mejor alternativa para tener relaciones sexuales, un auténtico rincón para la intimidad. Es cierto que podía casarse y apretarse con un compañero en una cama minúscula, eso sí, disimulando mucho a la hora de tener relaciones para que las veinte o treinta parejas con que compartieran habitación no se dieran cuenta. Pero se habían endurecido las condiciones para conseguir una licencia matrimonial desde el último plan para el control demográfico. Por no hablar de que nadie querría casarse con una mestiza esterilizada como ella.

Intentar el sexo furtivo era un imposible. Los antiguos utilizaban sus coches pero ya no existían los vehículos particulares. También estaban los parques o incluso intentaban hacerlo en sus lugares de trabajo, pero los parques tampoco existían ya (una forma estúpida de desperdiciar espacio: ¿quién querría perder el tiempo en un jardín devastado por la lluvia ácida?) y lo del trabajo era mejor dejarlo: la inmoralidad pública podía costar un severo castigo.

Así pues, ¿qué mejor lugar que el Metro, donde hombres y mujeres se hacinaban en los vagones? Tang lo había probado muchas veces. De hecho existía un verdadero código no escrito para hacerlo. No se hablaba del tema, claro, pero cualquiera de sus compañeros de vagón sabía lo que significaba que ella frotara su pierna contra él. No había minifaldas, estaban rigurosamente prohibidas, pero ¿quién podía notar un pantalón muy holgado o una camisa muy suelta por donde se metían unas manos? A menudo entraban las manos de varios hombres mientras otras tantas piernas o brazos la buscaban. Ella no podía tener idea si se trataba de un viejo, de un estudiante o hasta de otra mujer, pero no importaba. Lo mejor era cerrar los ojos -y también la nariz, porque la aromática mezcla de amoniaco, lejía y sudor era muy fuerte- e imaginar cosas maravillosas mientras le metía mano a alguien que tampoco sabía quién podría ser.

Nunca podría conseguir esos treinta metros. No había dejado de pensar en ello, ni siquiera cuando pasó por debajo del gran dragón de color rojo pintado en la fachada del edificio en que trabajaba. Sólo los miembros del Partido tenían acceso a esos pisos especiales de treinta metros y entrar en el Partido era realmente difícil y para ella imposible. Seguiría siendo hasta su muerte una vulgar oficinista mestiza. Nunca había sabido nada de su origen pero podía imaginar una historia vergonzosa. Seguramente el capricho de un miembro del partido por una de esas arias a las que denominaban de forma muy poco caballerosa pero por las que se volvían locos. Claro que no existía la prostitución, institución decadente propia de sociedades caóticas como las antiguas democracias, pero los del Partido podían invitar a sus “amigas”. ¿Y qué mujer con sentido común se resistiría a que un miembro del Partido la llevase a su lujosa vivienda de treinta metros cuadrados?

En realidad no tenía más baza que ésa: atraer a alguno de sus jefes con sus ojos rasgados pero menos oblicuos, el cabello castaño claro y no azabache, la cara más ovalada que redonda, las curvas más pronunciadas… Tang odiaba los rasgos que la revelaban mestiza y al mismo tiempo sabía que la hacían tan despreciable como atractiva.

Su esperanza era el nuevo jefe de departamento. No parecía muy mayor y era evidente que le gustaban las oficinistas guapas. Con suerte advertiría sus encantos.

Ese día disfrutó de una pequeña pausa a eso de la una del mediodía. Precisamente el jefe de departamento lo hizo llamar a su despacho para una breve entrevista:

-Mañana, a las 8,30 de la noche, quiero que venga a mi casa. Aquí tiene la tarjeta. La espero sin falta.

Ella se limitó a asentir con la cabeza. No hacía falta hablar más. Había recibido una orden como otra cualquiera y él pertenecía al Partido. Aunque teóricamente era ilegal obligarla a este tipo de asuntos, sabía que él no tenía más que informar de incompetencia para enviarla a, pongamos, descabezar boquerones en una planta de procesamiento de alimentos o puede que a algo muchísimo peor. Eso si ella se pretendiese desaprovechar aquella oportunidad, que no era el caso.

Realmente le impresionó la vivienda. Treinta metros cuadrados para sólo ellos dos. El piso estaba insonorizado y a Tang le impresionó el silencio tanto como el espacio vacío. Además era tan bello, había tantos adornos… Incluso vio algunas porcelanas, imitaciones de la antigua artesanía china. Desde luego, aquello le resultó mucho más cálido que el estilo funcional del bloque comunal de Tang.

-Nunca habías visto tanto lujo, ¿verdad? –le dijo él, casi riéndose por el asombro que Tang no podía reprimir-. ¿Te gustan los bonsáis? Bueno, luego podrás verlos mejor. Ahora divirtámonos.

Habían bebido suficiente licor de arroz y él no quería esperar más para cumplir sus deseos.

-Como usted quiera. Espero darle placer de forma satisfactoria –respondió ella, con el debido respeto a un superior, pero él ya estaba besándole el cuello. Se dejó quitar la ropa y luego, durante el acto, jadeó lo suficiente para que él se sintiera complacido pero sin excederse.

No tardó mucho en cumplir con sus obligaciones. Veinte minutos después su jefe de departamento se levantaba muy satisfecho del futón* donde habían yacido. Se puso de nuevo el holgado uniforme y con el pie le acercó a Tang sus ropas. La miraba ahora con otra expresión, como recordando que no era más que una mestiza.

-Eres guapa, sí… Debía ser guapa tu madre. Alguna aria, seguramente rubia con ese cabello tan claro que tienes. Siempre me he preguntado por qué sois tan guapas las mestizas. Al fin y al cabo, no sois más que producto de una corrupción racial que perturba la armonía social y la separación lógica entre etnias. Hacen bien en esterilizaros.

Tang volvió la vista al suelo, casi con ganas de llorar.

-Bueno, no te lo tomes así –le dijo él, con una sonrisa y cogiéndole la barbilla-. Eres guapa y me portaré bien contigo, mi flor de loto. Quiero hacerte un regalo.

Notó el tacto del cartón en la mano. Sabía muy bien lo que era pero no se atrevió a abrir la mano hasta que dejó el piso. Vio con codicia los vales de color verde que podía canjear por algunas comodidades extraordinarias, un incentivo para los trabajadores que se aplicaban más.

Ella se lo merecía. Había servido bien al jefe del departamento y, ¿quién sabe?, quizás él mismo la recomendara al mismísimo director de planta para conseguir la simpatía de su superior.

Tang se sentía muy feliz. Su suerte había comenzado a cambiar.

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