miércoles, 9 de enero de 2008

Los Hijos del Capitán Trueno [relato]


En un futuro no muy lejano, España ya no es más que Al-Andalus, una provincia del Califato. ¿Toda? No, un puñado de valientes, inspirados en los ejemplos del Cid y del Capitán Trueno, resisten siempre y todavía al invasor.


LOS HIJOS DEL CAPITÁN TRUENO
Cuando Mohamed ben García terminó de arrancar la señal de velocidad máxima pensó que era suficiente. La “recolección” había resultado muy provechosa y no era conveniente cargar más las alforjas de la mula. Con lo que les pagaran los chatarreros por la mercancía, tendría la tribu para comprar comida y medicamentos. Tampoco resultaba muy útil la señalización cuando apenas si transitaba algún que otro vehículo por aquellas carreteras dejadas de la mano de Dios.

Se dio un respiro, estaba sudando por el esfuerzo, y se echó la capucha de la chilaba para protegerse del sol. A su alrededor se abría paso la primavera, era finales de enero, y a un lado de la autovía, donde el asfalto estaba más que resquebrajado, florecían unos hermosos cardos borriqueros. Bien, esa noche cenarían sopa de cardo.


Agua. No la habían visto en los últimos doscientos kilómetros de marcha fuera de sus cantimploras –y ésa había que aprovecharla con cuentagotas- y no pudieron sino refrenar a sus caballos para admirar el fluir del río Tajo, límite del desierto manchego. Alrededor del agua crecían floridos arbustos de hojas verdes en vez de los matojos resecos de los caminos que dejaban atrás. Incluso había árboles: unos almendros en flor alegraron las almas de quienes no habían visto más que matorrales, polvo y piedras durante días. Acostumbrados a ver la muerte, se maravillaron del milagro de la vida y del agua. El fluir del río se les antojó de una hermosura increíble y se sintieron de nuevo en paz con ellos mismos.

De todas formas, el líder del grupo, siempre más prudente que ninguno, observó a su alrededor para comprobar que nadie acechara en las cercanías. Le pareció un lugar muy desierto pero no quiso confiarse porque allí donde había agua había seres humanos. Además, la cima del otero resultaba un lugar demasiado visible.

-Venga, bajemos hasta el río y resguardémonos. Podrían vernos si nos quedamos aquí.

Descendieron hasta la orilla. Primero aguardaron a que sus caballos abrevaran y sólo después se arrodillaron para lavarse el polvo del desierto de las caras. En el desierto no podía malgastarse el agua de las cantimploras para lavarse y su aspecto no podía ser más desaliñado, con las barbas crecidas y el rostro sucio por el polvo de los caminos resecos, pegajoso al mezclarse con el sudor.

Por supuesto, se dieron un baño. El agua se llevó la mugre y también parte del dolor por la pérdida del camarada Rodrigo, aquél que había caído en una malograda emboscada en los desfiladeros de Jaén. Pero la vida tenía que seguir adelante y eran muy conscientes de no llegarían a la vejez. Tampoco les importaba demasiado: preferían una muerte digna a una vida de sumisión.

Sus nombres legales eran Hixam, Mohamed, Yusuf e Ibrahim pero esos nombres ni les gustaban ni los utilizaban entre ellos. Sus verdaderos nombres, los que ellos sentían como auténticos, eran Fernando, Alfonso, Juan y Jaime. Tampoco eran muy originales pues la mayoría de los miembros de la resistencia apenas si escogía entre una veintena de nombres diferentes, los de sus más admirados héroes. Como, por ejemplo, lo eran Fernando el Católico, que había tomado Granada; Alfonso el batallador, que había hecho lo propio con Zaragoza; Juan de Austria, que había vencido a los turcos en Lepanto; y Jaime, el conquistador de Valencia.

Secaron sus ropas al calor de una hoguera. Fernando, el más veterano del grupo y también el líder, se ceñía unos pantalones Levi’s con una soga a modo de cinturón. Calzaba sandalias de esparto como todos, menos Juan, que prefería unas zapatillas Nike. Aunque las suelas habían empezado a desprenderse, las sujetaba con alambres. El miembro más elegante del grupo vestía incluso una camiseta de las olimpiadas de Madrid 2016, aunque fuera difícil distinguir los colores de los aros olímpicos de puro vieja. Todos vestían mugrientas chilabas.

-Compañeros –les recordó Fernando-, antes de comer debemos rezar.

Rezaron un padrenuestro en voz alta y después comieron cachos de queso duro y cecina con pan. No era una comida muy sabrosa pero con el estómago lleno se sintieron más animados y hablaron de temas intranscendentes. Habían cabalgado durante agotadoras jornadas y querían olvidar. Pero siempre se acaba hablando de los mismos e inevitables temas.

-¿Adónde iremos ahora?

-Desde luego no volveremos al sur. Todo marchó mal desde que tomamos ese camino. Mejor volvamos a las ricas provincias del norte.

-Pienso lo mismo. Pero hay que desviarse por el oeste para evitar el paso por Madrid.

Nadie hizo objeciones. Quedaba fuera de toda discusión que el paso por la ciudad de Madrid debía evitarse de cualquier forma. Sólo un inconsciente atravesaría aquel lugar siniestro y maldito.

Confiaban en que llegarían tiempos mejores. La mayor parte de las tierras al sur del Tajo eran eriales desérticos y poco poblados, pero a partir del Tajo era posible el pastoreo y más al norte la tierra era incluso cultivable. En esas regiones más ricas y pobladas de Al-Andalus encontrarían mejor botín. Más ahora que los convoyes islámicos se dirigían por aquellas rutas al frente ruso.

-Algún día les expulsaremos a África de nuevo. Se marcharán con sus hordas y nos dejarán en paz.

Tampoco nadie comentó estas palabras. A pesar de tres generaciones nacidas ya bajo dominio del Califato, confiaban ciegamente en la victoria final. Ninguno de ellos había nacido antes de la guerra pero sabían que la crisis había comenzado antes, con la acelerada desertización del suelo y la depresión económica. Luego Europa había perdido la guerra y los países antes conocidos como España y Portugal se convirtieron en Al-Andalus, otra provincia más del Califato, que gobernaba desde Nueva Argelia (antes conocida como Francia) hasta Egipto y desde Al-Andalus hasta Iraq. Además de la represión ejercida por el nuevo gobierno provincial de Córdoba, la ruina fue especialmente dura para aquellas zonas que quedaron sin suministro de agua. El combustible escaseaba demasiado para desperdiciarlo en desalinizadoras cuando la guerra contra Rusia se prolongaba. El abastecimiento de agua, un desastroso despilfarro desde hacía décadas, se hundió bajo el desinterés de los islamistas y millones de personas emigraron y dejaron tras de sí regiones enteras despobladas… En cuanto a la capital, las armas nucleares habían convertido el casco urbano de Madrid en un lugar insalubre y cancerígeno que evitaban hasta los saqueadores.

Pero llegaría el día en que los islamistas serían expulsados de al-Andalus y de Europa entera. Los Bendecidos del Cid, los Batalladores de Alfonso, la Santa Hermandad Apostólica, los Guerreros de Pelayo, los Héroes del Rey Católico… Por todo Al-Andalus surgían grupos de patriotas que se echaban al monte –y a la estepa- para combatir sin cansancio al invasor. Nuestros protagonistas se hacían llamar los Hijos del Capitán Trueno, un grupo quizás de los más modestos, pero no por ello menos entusiastas y valerosos.


Al despuntar el alba se pusieron otra vez en camino, después de un sueño que era muy de agradecer. Se alejaron de las demasiado habitadas orillas del Tajo y atravesaron lo que antes había sido una urbanización y ahora no era más que una ruina. Al pasar por un parque sus corceles no pisotearon más que el polvo que quedaba del césped. De los árboles quedaban los tocones muertos. Atravesaron otras urbanizaciones después de ésa y hasta algunas que habían quedado a medio terminar, dejando enormes estructuras de vigas de hormigón, vestigios de la gran depresión de los años treinta que había terminado con el boom inmobiliario de principios de siglo. Luego había llegado la guerra y así habían quedado desde entonces chalets y bloques enteros de pisos sin acabar.
No sólo era una visión espantosa lo que ofrecían aquellos lugares, de limitado acceso al agua. Además resultaba peligroso donde los innumerables edificios abandonados daban escondite entre las alimañas a cualquier hombre fuera de la ley como ellos mismos… Pero al fin dieron con un hombre de edad madura. Se trataba de uno de tantos basureros que se dedicaban a buscar objetos de valor. El buen hombre estaba “recolectando” señales de tráfico. Hasta la sed se le quitó de golpe cuando se vio rodeado por cinco hombres montados a caballo.

A Fernando no se le escapó que la mula podría ser un buen botín. Le inquirió con voz dominante:

-Buen hombre, di: ¿cuál es el profeta de Dios?

El interpelado tragó saliva. Sabía que se estaba jugando la vida en esa respuesta y apenas podía abrir la boca por el miedo.

-Te he hecho una pregunta…

Por fin se atrevió a responder, tartamudeando:

-Jesu-Jesu-Cristo, el hijo de de Dios y de la virgen María…

A Fernando nunca le gustaba tener que matar a un hombre pero de haber resultado un traidor mahometano le hubiera dejado tieso de un tiro, sin remordimientos. Claro que, por otra parte, era una lástima el botín perdido. Qué se le iba a hacer, Dios lo había querido así.

-Eso es. Bendito sea el hijo del Dios verdadero, el Mesías, que está en los cielos.

Más aliviado se sintió el otro hombre, que por fin pudo tragar saliva: de haber sido agentes islámicos estaría arrestado y camino del hacha del verdugo.

-¿Serías tan amable de llevarnos con tu gente?


La tribu se alojaba en un antiguo supermercado en el que ya no quedaban ni los letreros. Con todo resultaba un recinto fresco y agradable. Como marginados que eran, aquellas gentes sentían poco aprecio por los islamistas y acogieron con gusto a los enemigos del Califato.

Fernando y los suyos hablaron a los miembros de la tribu de la opresión en que vivían y del momento en que expulsarían definitivamente a los sarracenos. Todos compartían su rechazo al invasor y algunos les aclamaron. Los escépticos callaron: el poder del Califato llegaba muy lejos y Al-Andalus no era más que una provincia y tampoco de las más importantes.

Como agradecimiento por su hospitalidad, les entregaron un ejemplar de la Biblia y les mostraron algo todavía más valioso: una edición encuadernada del Capitán Trueno que maravilló a los niños, pues los islamistas habían ordenado destruir todos los cómics hacía décadas. Juan les relató, de noche y al calor de una hoguera, las fantásticas aventuras del capitán Trueno, que siglos atrás había combatido con una bravura y valor sólo comparables a las del Cid. Descansaron algunos días antes de marcharse. Hacía mucho tiempo que no podían permitirse un descanso a salvo y entre amigos.


Semanas después la tribu recibió la indeseada visita de una patrulla de reclutamiento. A pesar de las pésimas comunicaciones y del aislamiento de aquellas gentes, hasta la tribu habían llegado noticias de una derrota en el frente ruso. Lo que no podían imaginar eran los datos bien ocultados por el gobierno califal. En los alrededores de Praga, capital de la extinta República Checa, y en menos de una semana, el ejército islámico había retrocedido a la desbandada tras perder más de cuarenta mil hombres frente al enemigo ruso. Había que reemplazar las bajas para el inminente contraataque y la patrulla del sargento Mansur recorría las estepas centrales de al-Andalus. Ya tenía a unos quince jóvenes en el camión, esperando ser llevados al frente como carne de cañón.

-Traedme a vuestros hijos enseguida. Y no intentéis esconderlos o lo lamentaréis…

A sus amenazas añadió la disuasoria presencia de veinte soldados bien armados. Las madres cubrían sus lágrimas con el velo cuando llevaron a los jóvenes a presencia del sargento. Éste seleccionó a ocho, incluido un adolescente de catorce años.

-Muy bien. Jurad lealtad a Mahoma y al Califato.

-Efendi [señor]… -se atrevió a decir el adolescente.

-¡No me interrumpas!

-Efendi –siguió el muy osado-, creo que no podré jurar lealtad.

-¿Que no podrás jurar lealtad?

-Es que yo sólo soy leal a nuestro profeta Jesucristo y a la Santísima Trinidad del Dios verdadero, efendi.

Mansur no respondió inmediatamente. El tono tan tranquilo con el que el muchacho había proferido aquellas sediciosas blasfemias y su audacia fueron demasiado para él. Quedó como atontado unos segundos antes de estallar de furia.

-¡Maldito hijo de una perra! ¡Has firmado la sentencia de muerte para ti y para los tuyos! ¡Moriréis todos como escarmiento…!

-No lo creo.

¿Cómo podía sonreír? Recapacitó. Quizás el adolescente no fuera más que un deficiente mental. Sería una tontería exterminar a la tribu cuando bastaba con reventarle la sesera a aquel retrasado para que sirviera de ejemplo. Pero Mansur no advirtió el explosivo que llevaba pegado a su cuerpo el muchacho hasta que fue demasiado tarde. Era el regalo que los Hijos del Capitán Trueno habían hecho a aquel muchacho, al que habían conmovido con sus palabras. ¿Demasiado joven para luchar contra el Califato? Quizás sí, pero también le dijeron que él podría hacer el mejor de los sacrificios.

La tremenda explosión redujo el cadáver del adolescente a una pulpa informe y amputó brazos y piernas al cadáver del sargento, arrojado nueve metros más allá. Más o menos quedaron así otros doce hombres. No importaba demasiado, pues no era más que otra anécdota en la larga guerra que debía continuar hasta la reconquista de la olvidada Al-Andalus, antes conocida como España.

3 comentarios:

solselenia dijo...

Un nuevo relato y una nueva sorpresa. Como en todo lo que escribes nunca se sabe a donde nos vas a llevar pero engancha desde un principio.
Un beso
SOL

Anónimo dijo...

Caramba, Solharis, me has dejado impresionado. Realmente, es un tema original y bien trabajado. De lectura sencilla, interesante, especialmente por ir desvelando la información acerca del mundo poco a poco a lo largo del relato.

Me ha gustado este final. Cómo se vuelven las tuercas al fin y al cabo.

Espero ser lector asiduo de tu fábrica de sueños, Solharis.

Alex [Solharis] dijo...

Os agradezco vuestros comentarios. Espero que sigas leyéndome, Sol. Y me alegro si he conseguido un nuevo lector, Andronicus. Por cierto, intentaré escribir más relatos de Historia, que sé que te interesa como a mí.

Un saludo.

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