lunes, 23 de noviembre de 2009

El verbo prodigioso

Aquí el relato con el que participé en el TodoLeyendas de Sedice... y quedé en el puesto 37. No fue una buena elección para ese certamen y, sin embargo, no le guardo rencor y hasta le tengo mucho aprecio. Quizás arriesgué demasiado con el estilo atrevido y un episodio tan poco conocido como la Primera República.


EL VERBO PRODIGIOSO


Terminados los festejos, que son sobrios porque hay poco que celebrar, se abren para nosotros las puertas del Parlamento en el dos de enero de 1874, sexto año de la Revolución Gloriosa, llamada así primero con esperanza y luego con sarcasmo. Cuatro presidentes se han sucedido en menos de un año y muchos no creen ya en la supervivencia de la República. Encontraréis a Castelar, ahora presidente, y a sus predecesores Salmerón y Pi i Margall pero no a Figueras que, abrumado por los problemas de una nación en el caos, prefirió abandonar una tarea que superaba sus fuerzas. Cuando le busquen responderá con un enérgico “Váyanse a tomar por el culo”.

Disculpad tan poco memorables palabras porque, aunque groseras, expresan el sentir de muchos españoles que no tienen la elocuencia de tantas mentes ilustres. Es más, se diría que sus señorías sólo se escuchan a sí mismas en discusión permanente y no siempre desinteresada. Tenéis que prestar atención si queréis percibir entre el murmullo de los diputados otro murmullo que a Madrid llega como un eco de todos los rincones de España. Escuchad el murmullo que no cesa de un pueblo descontento, de unas esperanzas nunca satisfechas y de unos españoles que, despojados de su Imperio, se enfrentan a menudo con rabia y dolor...

Hasta que todos callan porque Don Emilio va hablar, el que para sus contemporáneos fue el hombre del verbo prodigioso y para nosotros, que no conservamos registro sonoro de su voz, el hombre de los grandes bigotes. Porque, en un siglo que es para los bigotes lo que el XVIII había sido para los peluquines, no hay bigote como el suyo, con las puntas vigorosas como cuernos de toro, cubriendo casi la mitad inferior de su inteligente rostro de ojos vivaces.

Claro que no es su mostacho lo que despierta la admiración de contemporáneos, incluso de sus adversarios, sino su prodigioso verbo. Tan brillante como Pi i Margall, el gaditano tiene la gracia de la que carece el catalán para hacer que sus discursos no sólo sean bellos sino que no dejen indiferentes a nadie. Acaso algo tenga que ver el proverbial gracejo andaluz con el don de la palabra de Castelar. No hay otro orador como él, ni siquiera entre tantas mentes preclaras, y el timbre de su voz es modulado y perfecto para exponer con gracia natural.

Sin excesivos preámbulos, Castelar habla de los males que asolan a España, que podrían resumirse en uno solo, el de la guerra, en un país en caos que hace demasiado tiempo que no conoce la paz. El reaccionario rey Carlos ha regresado de más allá de los Pirineos para organizar su Corte en Estella. Adorado por su séquito de boinas rojas, hace acuñar moneda con su efigie y manda sobre buena parte del país. Suyas son de facto las Vascongadas, donde la República se limita a las cercadas capitales, así como Navarra y las serranías del Maestrazgo y Castellón. Sus ejércitos se pasean por Cataluña y hasta por tierras castellanas, pues en la ciudad de Cuenca, tan cercana a la capital, acaban de alzarse los carlistas.

Pero si los boinas rojas campan a sus anchas por el noreste de España, la República no encuentra reposo en el sur. Allí el Cantón de Cartagena es un nido de corsarios. Impacientes, más ansiosos de derribar el viejo orden que de colaborar con la República, los cantonalistas han abortado la Constitución federal que dicen defender con el fuego de sus baterías. Valencia, Alicante, Málaga… Las costas levantinas son bombardeadas por los que fueron los mejores barcos de la armada y que ahora enarbolan la roja bandera de los cantonalistas en sus pabellones, roja como la sangre que riega España en nombre de algún ideal. Las demás potencias piden explicaciones al gobierno republicano por esta nueva Argel levantada en tierras murcianas.

Quizás se os antoje ocioso recordar a sus señorías el permanente caos en que vive la nación pero ni siguiera estos males bastan para unir a los republicanos. Muchos aguardan la réplica de Margall y, sobre todo, la de Salmerón, ahora enemistado con Don Emilio.

Éste insiste con ese estilo repetitivo que le es tan propio y que, lejos de ser monótono, martillea las conciencias y levanta pasiones. La unidad nacional debe comenzar por la unidad de los mismos republicanos. Pide un voto de confianza para salvar la República y para salvar la República no existe atajo al amargo pero necesario camino de la guerra. Explica que la República no puede permitirse un cambio de líder con la diplomacia que le es propia, temeroso de los celos y recelos de sus compañeros.

Pero a nadie se le escapa que Castelar no es el mismo hombre que disertaba en la Real Academia de la Historia. Su oratoria es vigorosa pero menos florida y más pragmática. Su voz ha perdido la musicalidad de antaño y suena más dura. No es que haya perdido fuerza su verbo, en absoluto, sino que, del mismo modo en que las manos del artesano se encallecen en su labor, Castelar ya no es el hombre que hablaba de ideales y para idealistas. Ha cambiado y eso algunos no pueden perdonárselo.

Como el mismo Nicolás Salmerón. El almeriense, que antes fue amigo y apoyo de Don Emilio, es ahora adversario y replica que sueña cada día con la democracia y no quiere esperar. Está cansado de los reclutamientos masivos y de las medidas excepcionales. ¡Tantos años esperó una oportunidad de salir del estéril régimen de la reina Isabel! Ahora el deseo de un gobierno realmente democrático y surgido del pueblo y para el pueblo no puede esperar.

Réplicas y contrarréplicas alargan el discurso hasta la madrugada pero, no temáis, que no os mantendré en vela. Con las primeras horas del alba se vota por fin la permanencia del presidente. Por apenas un puñado de votos es rechazada.


Ved un hombre derrotado, al que, tras horas de desvelo, las fuerzas le abandonan. El verbo más brillante de su tiempo no es capaz de expresar su desolación y sus oídos no oyen cuando sus colegas comienzan la votación para elegir a su sucesor.

Lo que sí oye es el rumor de que el general Pavia se ha sublevado nada más conocer la noticia y está de camino. Un joven diputado, suponemos que un idealista, llama a resistir y permanecer en sus asientos pero muchos se largan ya en discreta retirada. No habrá un quinto presidente y no esperan a escuchar el fuego de los fusiles. El pánico se desata cuando asoman los primeros tricornios. Comprendo vuestro asombro viendo a tan respetables prohombres trepar por sus escaños con la agilidad propia de una edad más inocente, ¡y algunos hasta se descuelgan por las ventanas como mozalbetes cogidos in fraganti en una travesura! El general, sarcástico, recuerda a sus señorías que pueden irse por la puerta... Más serio, se dirige a Castelar, que permanece en su sitio, y le ofrece el gobierno. Porque Pavia no es un monárquico sino un militar cansado del caos y de discusiones parlamentarias. Castelar le merece su confianza y basta con que le diga una palabra para que sea presidente de la República.

Pero no se sorprende cuando Castelar se niega y, aunque lamenta su decisión, le respeta más por ello. Ha puesto el poder a sus pies pero Castelar no quiere seguir el camino de la nueva República Francesa, construida sobre la sangre de la Comuna apenas un año antes. Los horrores de decenas de miles de revolucionarios fusilados en París y otros tantos enviados a fenecer en las cárceles de la Guyana le estremecen... No, él nunca podría y declina otra vez el ofrecimiento. Quizás sea un error y quizás pudiera salvar a la República pero siente miedo de sí mismo.

Cansado, muy cansado, abandona el Parlamento y nosotros le acompañamos con nuestra invisible presencia. A la salida se acerca a Margall, que también aguardó con valor a Pavía. Conciliador, le dirige la palabra cuando no tiene sentido ya la enemistad, que, por otra parte, nunca sintió por un hombre a quien respeta y aprecia.

-¡Quién podría imaginar esto!

-Sí, quién podría imaginarlo. Usted no, desde luego.

La voz de Margall responde afilada y dura, con odio incluso. Castelar no intenta demostrar su inocencia porque el odio de los que antes fueron sus compañeros le hiere más, incluso, que el triste final de un sueño. ¿Es que ni siquiera en la desventura pueden los españoles abandonar sus diferencias? Sólo le queda la esperanza de que sus compatriotas aprendan de la dolorosa Historia, que él tanto ha estudiado, y nosotros, privilegiados viajeros del presente, no le quitaremos esa esperanza.

5 comentarios:

Andronicus dijo...

Enhorabuena, me ha gustado mucho. La Primera República, de corta y convulsa, es uno de los pocos períodos que me gustan realmente en la historia contemporánea de España. Sea para dramatizar o para reírse (porque da para drama y para chiste).

Nos leemos!

Alex [Solharis] dijo...

Gracias por el comentario, Andronicus.
Veo que has escrito por tu blog y hasta lo has redecorado, así que me encontrarás por allí...

baldukari dijo...

Genial. Un episodio de la Historia que muchos habíamos olvidado. La Républica, además, parece un tema tabú; se ven pocos relatos como éste. Me alegro de encontrarlo aquí, es bueno de veras.

Julio Duran dijo...

Muy eruditamente escrito. Pero no parece ciencia ficcion. Llegue aqui desde sedice, soy novato en ese sitio y en el suyo :)
Pregunta: este es un relato o forma parte de una historia mas larga ?

Alex [Solharis] dijo...

Hola, Julio. El relato no forma parte de una historia más larga.

Mucho gusto en conocerte, por cierto. Lo malo es que Sedice está bastante inactivo últimamente.

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