martes, 2 de diciembre de 2008

Sangre, sudor y pólvora I

Si hay un género literario que me atraiga tanto como la ciencia ficción ése es el histórico. Aprovecho para empezar otra saga ambientada en el siglo de oro para las armas españolas. Me gustaría que fuese una saga bastante abierta en cuanto a argumento y si no es muy ordenada en cuanto a cronología espero haber conseguido la ambientación.

"Donde comienzan las andanzas del hidalgo Gonzalo Villanueva y se refieren los motivos que llevaron a nuestro protagonista al noble oficio de las armas."


SANGRE, SUDOR Y PÓLVORA

I

EL BUEN ACERO TOLEDANO




He oído a menudo decir –y acaso tengan razón- que solamente las gentes ilustradas y de talento debieran escribir los libros; que las plumas no hubieran de estar sino entre aquellos dedos que las esgriman como pinceles, con hermosa y cuidada caligrafía, y no en manos torpes como las mías, más hechas a propósito para empuñar un buen acero.


siglo de oro, aventuras, alatriste, relato

Por ello ruego a vuesas mercedes que tengan a bien leer lo que este viejo y humilde soldado español tiene que decirles y que con igual benevolencia disculpen a quien prefirió hasta ahora el arcabuz a la pluma. Acaso siguiera siendo de este modo si su cuerpo no se hubiera consumido por demasiado tiempo ya en los campos de batalla, resultando que en su vejez prefiere el retiro y el descanso que considero sobradamente merecidos por tantos años de servicio a dos grandes reyes. Confío, pues, en que lean lo que tengo que decirles, porque lo que me falta en educación procuraré compensarlo a vuesas mercedes en experiencias. No pudiera ser de otra manera después de haber servido al más grande soberano del Orbe por las tierras de Europa y África y más tarde a su hijo el príncipe Felipe, que es ahora Rey Nuestro y quiera Dios que siga siéndolo por muchos años.


Les narraré las desventuras de la guerra y la vida de un soldado tal cuál es, según las muchas y singulares experiencias que guardo en mi endurecida sesera, y, al tiempo que les maravillen, espero que les sirvan también de algún provecho, porque en todo ello pueden sacarse grandes enseñanzas morales. Al menos según mi modesto entender.


Tercero entre mis hermanos, fui último a la hora de repartir los bienes de la herencia. Las tierras correspondieron a mi hermano Juan y para mí no quedó sino la bendición de nuestro padre en su lecho de muerte y dos bolsas de ducados. Mas no me importó, pues recibí la mejor de las herencias: la hidalguía y el sentido de la reputación y de la honra. Cristianos viejos desde siempre, en mi familia nunca hubo narices retorcidas ni rostros cetrinos. Los Villanueva éramos buenos católicos y castellanos hidalgos, de tan noble estirpe que bien quisieran tenerla para sí muchos de esos nuevos aristócratas que pretenden comprar la nobleza con oro. La hacienda de la familia no era mucha pero se ganó sirviendo con lealtad al rey Alfonso VI de Castilla, aquel gran soberano que arrancó Toledo a los moros para la cristiandad, y desde entonces los Villanueva habitaron esta augusta ciudad, acaso la más noble de Castilla y de España, muy por encima de este Madrid al que Su Católica Majestad el rey Felipe ha querido hacer capital, y aunque yo no quisiera discutir el buen entendimiento de tan prudente rey, creo que no será capital por mucho tiempo, pues Madrid nunca tendrá la digna nobleza de la que fuera capital del reino godo, ya sea con Corte o sin ella.


Bien sé que a mi padre le hubiera dado mucho gusto tener un sacerdote en la familia, pero no pudo ser como él quiso. De siempre fui un muchacho muy duro de mollera para los latinajos, y las sutilezas teológicas resultaban harto complicadas para este servidor, que no podía entender como tres pueden ser uno y uno puede ser tres. Los misterios del Señor no fueron hechos para ser comprendidos por las inteligencias sencillas.


Lo que es aún peor: desde muy joven sentí una irresistible atracción por el bello sexo, atracción que no siempre me llevó por el buen camino. Creo poder afirmar que nunca fui débil ni blando, pero reconozco que el celibato no estaba hecho a mi natura, aunque no por esto he dejado de ser buen católico como deben serlo los españoles.


No había lugar en el seminario para mí y tampoco lo había en la universidad, así que resolví emprender la carrera de las armas, que es muy noble y la que mejor se adaptaba a mi carácter y forma de ser. Que si no defendí la fe de Cristo desde el púlpito, la defendí en la primera línea de batalla con espada en la mano, arcabuz en el hombro y el crucifijo de oro en el cuello. Treinta años serví a España, a Dios y a los dos más grandes reyes de la cristiandad, y con esto creo haber cumplido bien con mi obligación de católico. Pienso que en estos tiempos aciagos, en los que el turco pretende enseñorearse del Mediterráneo y el hereje se cree con derecho a hacer mofa y escarnio de las Sagradas Escrituras para defender lo indefendible, bien necesita Dios de quienes defiendan la fe católica y natural con su arrojo y entrega.


Aun siendo ciertas estas razones, justo es reconocer que otros motivos hubo que también me atrajeron hasta el duro oficio de la guerra. Desde luego nada tuvieron que ver las pagas en ello, que si bien es cosa justa y necesaria que un soldado reciba con qué mantenerse, éste no puede ser su único afán. Un soldado español es ante todo el servidor de su rey, no un mezquino mercenario como esos alemanes y suizos, que miden su fidelidad según el sonido de los escudos en su bolsa.


Es que muy a disgusto me imaginaba yo con una oscura sotana, viéndome mucho más de mi agrado con un reluciente casco, coleto de cuero (1), coloridos greguescos (2) y un acero colgando del cinturón de hebilla dorada. De tal guisa me gustaba imaginar viéndome observado por las damas, dedicándome alguna mirada perdida y acaso hasta algún dulce suspiro mientras yo me cruzara galante entre ellas y descubriéndome tal como deben hacer los caballeros…


Así pues, sin cavilarlo demasiado, me personé en el edificio en que se había acomodado el capitán encargado del reclutamiento en Toledo. Con un pálpito en el corazón, me acerqué a aquella casa sobre cuya puerta colgaba el tambor del reclutamiento, pesaroso por la muerte de mi padre pocos días antes pero feliz y ansioso de servir pronto al rey.


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Siempre he aborrecido las argucias que son tan frecuentes en los reclutamientos para defraudar al rey por unos miserables escudos. Que sepa el lector que muchos capitanes se han enriquecido con esta treta tan lamentable, quedándose para sí parte de lo que debieran emplear en contratar hombres. Tampoco son raros los aguzados reclutas que reciben el anticipo y se largan luego, sin dar cuenta a nadie, a pesar de que la justicia les da luego persecución.


Nada de esto ocurrió en mi inscripción, y sin embargo yo no había cumplido aún los veinte años necesarios para alistarse. Fue un pequeño engaño y puedo decir que no ha habido más. En el tono más firme que pude, ocultando la emoción, dije mi nombre al capitán y apenas podía creerme yo que así me llamara viéndolo apuntar al escribano en la lista. Me sonreí creyéndome el joven más dichoso del mundo, sin poder imaginar cuántos sufrimientos me esperaban… ¿Qué podía saber yo de los largos asedios, de las extenuantes marchas, de la violencia y del fuego en la batalla? ¿Qué podía saber yo de la muerte que puede llegar en cualquier momento al soldado y de su desesperación en no pocas ocasiones?


Y sin embargo sé que, si ahora me fuera dado a elegir desandar lo andado, no sería capaz de hacerlo. Porque entiendo que el hombre es como el hierro en una fragua, que, sacado de las llamas y golpeado contra el yunque una y otra vez, se endurece y adquiere templanza y resistencia. Honra, dignidad y acatamiento, esto es lo que significa ser español, católico y soldado.


Porque los jóvenes han de ser optimistas, hasta el exceso si me apuran, que los años vividos les darán la experiencia y los templará como el buen hierro. Pero esto no puede ocurrir sin ese empuje inicial y entusiasta de la juventud que anima a luchar.


Guardaba yo muchas ilusiones. Tales como viajar, conocer a otras naciones y sus gentes. ¡Yo, que nunca había salido de la ciudad de Toledo y de sus alrededores! No podía imaginarme hasta qué destinos viajaría en adelante, que mis pasos me llevarían hasta la rica Flandes o a las costas de la Berberia. Pero ningún otro viaje puedo recordar con más cariño que el primero, aquel en el que me llevó primero hasta Cartagena, abandonando las llanuras de Castilla, y luego hasta el Reino de Nápoles.


Me acompañaba el bueno de Agustín, hombre sencillo de poca mollera pero leal como el que más, buen servidor de mi padre y después mío. Nadie me ha servido con tanta fidelidad como él, siempre diligente para llevar mis armas y mis pertrechos y servirme en lo necesario. Dios tenga en su gloria a ese hombre bueno y sencillo.


La espada la portaba yo con mucho orgullo, un auténtico acero toledano de rica empuñadura que tuve por mucho tiempo como mi más preciosa propiedad. De todos es sabido que no se hacen mejores aceros en el mundo que los forjados en las fraguas de Toledo. Son espadas ligeras y flexibles como juncos y al mismo tiempo tan afiladas como los dientes del diablo; también son las más bellas y su brillo es distinto a las demás. El simple hecho de cogerlas por la empuñadura devuelve la seguridad a su dueño. La recibí por sorpresa de mi bienamado padre y en ese momento comprendí que me perdonaba por abandonar la carrera del sacerdocio, dejándome caer al momento, todo emocionado, a sus pies para besarle la mano y pedir su bendición, tan necesaria para mí para marchar a la guerra como las mismas armas. Emocionado, le prometí que Gonzalo Villanueva defendería la fe y pondría en muy alto el honor de su apellido y de su país.


Además de la espada, mi padre me proporcionó los demás pertrechos necesarios, pues normalmente cada soldado ha de proporcionarse sus armas, prendas y otros suministros, o bien dar parte de su paga por ellos. De esta guisa salí de Toledo con el resto de los reclutas, con casco, golera (4) y coleto, espada y pistola al cinto, arcabuz colgando de la bandolera, jubón, calzas y mocasines, tan ufano de mí como si fuera un príncipe que acude a su coronación



Cartagena, España.

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Claro que había aprendido algo de geografía y que conocía la enormidad de los océanos, que separan unos continentes de los otros, pero no era lo mismo saberlo que comprobarlo con mis propios ojos. Jamás hubiera podido imaginar algo tan enorme bajo el cielo y de igual color, por mucho que supiera que allí iban a parar todos los ríos del mundo. No habiendo visto más navíos que los pequeños botes en el río Tajo, me sentí confuso entre aquel bosque de altos mástiles y velas blancas en el puerto de Cartagena. ¿Y realmente podía el hombre subirse en esas gigantescas naves y llegar con ellas hasta las Indias, allende los mares?


Sudaría por la angustia y la ansiedad en muchas ocasiones en mi larga vida de militar, pero confieso que ningún lance fue como el de mi primer viaje por ultramar. No podía dejar de pensar que nuestra nave naufragaría, que era mucha la osadía del hijo de Adán pretender atravesar el océano sobre una carcasa de madera que había construido con sus humildes manos. Pensaba yo en que acabaríamos hundiéndonos sin remedio en las profundidades que sólo nuestro Señor, que todo lo hizo, conoce. Quizás me acordara yo en esa angustia del profeta Jonás, tragado por una ballena…


Eran infundados todos mis temores, pues, después de haber hecho escala en el puerto de Palermo en la isla de Sicilia, arribamos al puerto de Nápoles sin más contratiempo para mí que el que sufrían mis tripas, que creía removerse al vaivén de las olas. ¡Quién hubiera podido decirme que algún día haría la guerra sobre la cubierta de un barco!


Tal fue mi alegría, que me atreví a acercarme a la baranda del barco para contemplar con arrobo el puerto de Nápoles, no sólo aliviado del término del viaje sino esperanzado por las grandes cosas que me esperaban en Italia. Yo no lo sabía pero la gloria nos aguardaba, si bien no antes de recibir un duro adiestramiento.


(1) Especie de peto de cuero que se llevaba sobre el jubón. Ésta era una prenda que se llevaba ajustada sobre el pecho hasta la cintura.

(2) Prenda que se llevaba bajo la cintura y sobre las calzas como adorno.
(3) Protector metálico que se llevaba sobre el cuello.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Este relato ya me lo conocía y en en su momento te hice la crítica, creo recordar que fué con este con el cual comentamos que tu vena literaria apuntaba hacia la novela histórica, te mueves muy bien en este género...de todas formas ahora mismo aún guardo el sabor del último relato que he recibido tuyo y a pesar de no tener nada que ver con este te diré que por mucho que te tire el relato histórico no nos dejes de regalar de tanto en tanto con uno de estos bomboncitos eróticos...chapeau! como diria un frances...
PD: si que te acordabas si...

Alex [Solharis] dijo...

Gracias, Luci. Me alegro de que te guste el género histórico, que a veces echo un poco en falta entre los que escribimos en la Red.

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