domingo, 6 de septiembre de 2009

Rey de reyes

El rey de reyes era el título para los antiguos emperadores de Persia. He aquí un relato que confieso que me dejó bastante satisfecho. Las imprecisiones históricas como confundir al célebre Leónidas con el también rey de Esparta, su suegro Cleomenes están calculadas para que parezca una crónica manipulada...


REY DE REYES

Y ocurrió que en el año trigésimo, según se cuenta desde el ascenso de Darío al trono de los Aqueménidas, el Gran Rey resolvió enviar una embajada al otro lado del mar de los griegos para exigir obediencia de las ciudades que permanecían insumisas. Dos embajadores partieron, pues, a aquel confín del Imperio, ambos ricamente enjoyados, mostrando apenas una pizca del poder del Rey de Reyes a aquellos que seguían ciegos a la luz de Ahura Mazda.

Pero he aquí que de la embajada sólo un esclavo fenicio, conocedor de la lengua de los griegos, regresó para contar su triste historia, y sus ropajes de seda estaban raídos y polvorientos por el largo viaje cuando se postró ante el Rey de Reyes y, tembloroso e inclinando la cabeza hasta tocar el suelo con la frente, se dirigió a Él con los títulos que merece el elegido de Ahura Mazda:

-¡Oh, he aquí el más humilde de tus esclavos, Gran Rey Darío, Rey de Reyes, señor de los arios; hijo del linaje de los Aqueménidas, que son arios; rey de Persia y de Media; rey de Babilonia, de Asiria, de la Bactria y del Indo; faraón de Egipto...


El Gran Rey alzó ligeramente la mano y sólo entonces se interrumpió el esclavo y alzó el rostro lo suficiente para hablar con voz alta y clara, pero sin atreverse a mirar a los ojos del que ha visto la luz de Ahura Mazda. Tal como narró el embajador su relato ha sido escrito aquí por voluntad del Rey de Reyes:

-¡Oh, Gran Rey, este esclavo tuyo viene a darte testimonio de la desventura de nuestra embajada! Comenzaré diciendo que no hubo problema alguno mientras viajamos a través de las tierras que ilumina el Dios verdadero. Sin incidentes viajamos por los caminos de piedra del Imperio hasta la ciudad de Sardes y luego hasta las ciudades de los griegos de la orilla oriental de su mar, que ahora están sometidas a tu gran poder. Desde el camino admiramos la grandeza de tus ciudades y de las provincias bien gobernadas.

>> Pero en cuanto hubimos atravesado el estrecho que los griegos llaman los Dardánelos no hallamos más que miseria, pues aquel estrecho separa los dominios de Su Majestad de la barbarie. Nada hay allí que pueda añadir esplendor a los dominios de los Aqueménidas. La ciudad de Atenas, que es la principal entre los griegos, cabría diez y veinte veces entre los muros de Susa o Persépolis. Los templos en los que guardan las imágenes de sus falsos dioses y de los que tanto se jactan cabrían dentro los sagrados recintos del Dios Ahura Mazda.

>> Tampoco vale gran cosa esa tierra difícil, de costas tortuosas y áridas colinas donde sólo crecen olivos de retorcidos troncos. Apenas hay comunicaciones entre unas ciudades y otras, ni comercio ni intercambio de conocimiento.

>> Menos valen aun sus habitantes, vanos y jactanciosos, soberbios y necios. Siempre en discordia entre sí, su entretenimiento es la conspiración. Los persas enseñamos a nuestros jóvenes a decir la verdad por encima de todas las cosas pero los nobles entre los griegos confían la educación de sus jóvenes a algunos que llaman sofistas y que no son más que charlatanes para los que la sabiduría no es sino demostrar cualquier argumento mediante engaños y retórica vacía.

>> Al dejar Atenas y atravesar la ciudad de Corinto, que es la puerta de la mitad meridional de la Hélade que ellos llaman el Peloponeso, llegamos a la ciudad de Esparta.

El Gran Rey, que no había sabido hasta entonces de aquella insignificante y remota ciudad, exigió saber en detalle sobre tal sitio:

>> Sabe, Gran Rey, que esa Esparta merece más el nombre de aldea que de ciudad y que es más pobre que la menos rica de las capitales de provincia del Imperio. No hay palacios ni grandes templos que la señalen. Ni siquiera la rodean murallas porque los fatuos espartanos alardean de que sus escudos son sus murallas.

>> Sabe, Gran Rey, que si sus edificios son toscos y burdos, más lo son sus habitantes, pues no hay pueblo más estúpido, bárbaro y arrogante que el de los espartanos. A diferencia de los demás griegos, tan aficionados a la intriga y la retórica, los espartanos no saben más que luchar como animales y tienen merecida fama de hoscos y silenciosos. Crían a sus hijos como bestias, sin enseñarles sino a pelearse entre sí. Son obtusos y groseros, y desprecian el menor refinamiento. Dejan que los cabellos les cuelguen largos y se afeitan el bigote pero llevan sin cuidado sus barbas. Son musculosos pero no hermosos, pues muestran las infinitas magulladuras y cicatrices con orgullo. La higiene es desconocida entre ellos.

>> Los espartanos odian a todos los extranjeros y no disimularon su desprecio cuando nos llevaron ante su líder, un tal Leonidas. Nada había en aquel individuo propio de un rey, ataviado con una burda túnica de lana sin adornos como los demás, y como los demás olía a queso rancio, a ovejas y a aceitunas agrias. Olía a griego. Los espartanos lo llaman rey –o diarca, pues tienen dos reyes- pero por su rostro vulgar y sus zafios ademanes se confundiría con un labriego cualquiera.

>> Como los espartanos no construyen palacios, parlamentamos en una de sus plazas sin empedrar. A nuestro alrededor se congregaban espartanos ociosos, envueltos en sus capas rojas, mirándonos con el odio marcado en sus rostros vulgares mientras masticaban algún mendrugo de pan duro o simplemente se espantaban las moscas.

>> -Escucha, Leonidas, rey de los espartanos –habló el principal de tus embajadores con voz clara-, venimos enviados por el Gran Rey para llevar su voluntad hasta el último confín de la tierra.

>> -¿Quién es ese gran rey? -preguntó el tal Leonidas con necedad, y tus embajadores creyeron que podrían mostrarle la luz.

>> -El Gran Rey es el Rey de Reyes, el soberano de la tierra, el que sólo responde ante Ahura Mazda. Los dominios del Gran Rey se extienden hasta los confines del mundo y ahora exige un gesto de buena voluntad de tu ciudad: un puñado de tierra y un poco de agua.

>> -Sabe entonces que los espartanos tenemos nuestros propios reyes y que no obedecemos sino nuestra propia ley.

>> Comprendiendo que hablaban a un necio, intentaron los servidores de Su Majestad ablandarle con la prosperidad de sus dominios. Le hablaron de las largas calzadas que parten de Susa y Persépolis hasta los confines del Caucaso y del Indo; de la grandeza de Babilonia, Ectabana y Nínive, en cuyos mercados se venden y compran mercaderías de todos los países del mundo; de los inmensos beneficios de la paz del Gran Rey y de cómo hasta la última de las provincias del Imperio florece bajo la soberanía de los herederos de Ciro como las mieses brotan del limo del Nilo.

>> Inútil fue su empeño, pues aquel asno no era sino como todos sus embrutecidos compatriotas, orgulloso de su propia miseria. Oh, Gran Rey, os aseguro que nunca pueblo alguno despreció el comercio, el oro y cuanto es bueno y hermoso como el de los espartanos. Antes civilizaréis a los etíopes que, desnudos, cazan elefantes con sus arcos o a los escitas que huelen como los caballos con que cabalgan por la estepa.

>> Entonces las palabras de tus embajadores fueron más duras, comprendiendo que aquellos bárbaros eran como bestias, que no entienden otro argumento que la fuerza. Con estas palabras hablaron al reyezuelo de Esparta:

>> -Sabe, pues, que el Rey de Reyes tiene más soldados en sus ejércitos que hombres y mujeres en todas sus ciudades juntas los griegos de ambas orillas. Soldados de todas las naciones del mundo combaten para el Gran Rey, también griegos que han comprendido el poderío de los Aqueménidas. Pero, por encima de todos, están los soldados que acompañan siempre al Gran Rey, los diez mil elegidos de su guardia personal. Los que luchan para el Gran Rey comparten su generosidad y prosperan a la luz del Aqueménida. Los que osan luchar contra Él no encuentran más que la muerte y después de la muerte los sufrimientos que Ariman les reserva en los infiernos.

>> Tampoco se dejó convencer por estos argumentos. Es más, sólo prestaba atención a medias pues al mismo tiempo acariciaba a su hija, una niña llamada Gorgo. He hablado de los hombres de Esparta pero sepa Su Majestad que esos hombres no son engendrados por mujeres mejores que ellos. Son delgadas y nervudas como varones e insolentes como ellos. Ni siquiera tienen el recato de las otras griegas y sostienen la mirada a los demás hombres y hablan en presencia de sus maridos. Cubren sus cuerpos con negligencia y son impúdicas como burras en celo. Aquella criatura, pues, nos miraba con el fuego de un demonio en sus ojos, abrazando las piernas de su padre como una serpiente que se enrosca en una vid. Su padre le acariciaba los cabellos despeinados con sus manazas de uñas negras.

>> -Papá, ¿cómo permites que un sucio extranjero te hable así?

>> Leonidas sonrió a su serpiente con una torva mueca. Ambos embajadores se sintieron justamente ofendidos porque una muchacha descarada osara hablar así en presencia de los enviados de Su Majestad. El embajador Artaxaxes, mi amo, no se contuvo por más tiempo:

>> -Sabe, rey Leonidas, que no hay mejores arqueros en el mundo que los persas y que los escudos de los griegos no pueden defenderlos. Porque las flechas de los arqueros persas caen tan juntas y apretadas que oscurecen la misma luz del Sol...

>> Entonces se adelantó un espartano, un asno llamado Dienekes:

>> -¡Mejor, entonces lucharemos a la sombra!

>> Todos rieron la broma. Tal es el humor de los espartanos, que no saben reír más que del dolor y la muerte. Sólo cesaron las risas cuando su reyezuelo tomó la palabra.

>> -¿Queréis agua y tierra? ¡Pues la tendréis!

Interrumpió en este punto su relato el embajador. El rostro del Gran Rey era imperturbable cuando prosiguió el esclavo.

-Entonces agarró a uno de los embajadores de Su Majestad y lo levantó en vilo. Su compañero protestaba pero a nuestro alrededor no había sino lanzas y espadas, amenazándonos, sin el respeto que les es debido a los enviados del Gran Rey. Horrorizado, fui testigo de cómo ese miserable llevaba a mis amos hasta la boca del pozo y los arrojaba a su interior con estas palabras:

>> -¡Ahí tenéis toda el agua que gustéis! ¡La tierra la encontraréis al fondo!

>> Sus brutales carcajadas casi no dejaban escuchar los horrorizados gritos de los enviados de Su Majestad. Algunos de los espartanos reían tan violentamente que se revolcaban en el suelo como puercos. El propio Leonidas se apretaba los brazos contra el pecho para contenerse.

>> Temí por mi propia vida pero, en vez de arrojarme al pozo con mis amos, el rey de Esparta me despidió con estas indignas palabras:

>> -¡Ahora ve tú hasta ese gran rey tuyo y dile cuál es la respuesta de los espartanos!

>> He aquí cuánto ha visto y oído este servidor de Su Majestad para dar testimonio de la verdad.

Terminado su relato, el embajador gateó hacia atrás besando el suelo que había pisado el Gran Rey hasta salir de su presencia.

El rostro del Aqueménida permanecía imperturbable como el de una estatua tallada en granito cuando dictó sentencia.

-¡Esto haré, Yo, Darío, el Gran Rey, señor de los persas y de los medos y de todos los pueblos que viven hasta los confines del mundo! ¡Ejércitos como nunca se vieron sobre la tierra llevarán el poder de Ahura Mazda hasta el otro lado del mar y darán ejemplo a quienes osaran burlarse de la palabra de los Aqueménidas! Es la voluntad de Ahura Mazda y mía.

Pero tiempo después, antes de que se hubieran congregado los ejércitos que darían justo escarmiento a los espartanos, dos de aquellos bárbaros osaron venir hasta la misma Persépolis. Se presentaron ante el Gran Rey sin el menor arrepentimiento, renuentes a postrarse ante el trono de los Aqueménidas, y con este arrogante mensaje:

-Venimos desde Esparta para reparar nuestro error. Que el rey de Persia obtenga justicia en nuestras personas y haga ejecutarnos como sea su gusto para reparar la muerte de sus embajadores.

Pero el Rey de Reyes no quiso escuchar más indignidades. Sin dejarse alterar por semejante proposición, respondió el que es justo a los embajadores de Esparta.

-Los Aqueménidas no conseguimos justicia por el asesinato ni intercambiamos unas vidas por otras. Marchaos, pues, a Esparta y decid a vuestros compatriotas que la sangre no se limpia con sangre y que el señor de los arios no aceptará más disculpa que la sumisión al Gran Trono. Tal es la voluntad de Ahura Mazda y mía.

Avergonzados, sin decir una sola palabra más, marcharon los embajadores de Esparta para dar noticia a sus habitantes del terrible castigo que, como rayo que cae en la tempestad, llevaría el Rey de Reyes a cualquiera que se le opusiera hasta en el último rincón de la tierra.



2 comentarios:

Andronicus dijo...

Muy buena, Solharis. Realmente interesante.

Se me ocurre que podrían inaugurar un ciclo de este tipo de relatos, de "momentos de la Historia". Sin duda, se te da muy bien.

Nos leemos!

Alex [Solharis] dijo...

Muchas gracias, Andrónicus. La verdad es que me alegro de leerte nuevamente después de las vacaciones, que espero que hayas aprovechado bien.
Tengo pensado hacer una pequeña serie sobre ucronías y especular un poco sobre Historia alternativa, a ver qué sale.

Nos leemos, claro.

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